El gesto se ha vuelto mecánico. Dan las ocho, abro la ventana y me pongo a aplaudir. Como quien sacude una alfombra. Es increíble lo rápido que abrazamos nuevas rutinas. Tres días de encierro y ya he consolidado nuevos hábitos.
En realidad, cuando salgo a la ventana me embriaga una emoción desconocida, perturbadora. Se que pasa algo que sacude mi mundo.
Cada llamada al aplauso es en realidad otro silencio. Es el peor momento del día, el gesto que evidencia el aislamiento, la debilidad, el temor. Me recuerda el confinamiento. Despierta en mi la angustia de la incertidumbre. El resto del día consigo olvidar por qué no salgo. Pero cada tarde, cada campanada convoca en mí una extraña desazón. Al tiempo, me hace sentir parte de una extraordinaria experiencia, de una prueba de vida. Durante estos días he sentido temor y una anormal inquietud. Hay algo que se ha salido del guión. Una amenaza propia de la ficción. Algunas cosas han pasado a ser irrelevantes. Otras, como el pan que raciono para mis desayunos, se muestran más imprescindibles que nunca. He decidido no salir de casa hasta que se me agoten las provisiones. Pero voy haciendo una lista con lo que quiero comprar cuando no me quede más remedio que salir. Si. Lo reconozco. Me siento segura entre las paredes de mi casa. En este encierro de soledad y silencio.