Hoy he despertado de un sobresalto. Una voz imperiosa,
marcial, desde un megáfono de mayúsculo volumen nos exhorta a permanecer en nuestras
casas. Es un coche con altavoz que se apaga en la distancia de la calle, de la
avenida principal de la ciudad. Las órdenes, el tono militar, lo extraño de
esta patrulla me suscita un palpitante estremecimiento.
Cuando se apaga la estruendosa voz, vuelve el
silencio. No me atrevo a hacer ruido al levantarme, por si quiebro esta calma
con el rumor de mis pasos sobre el alfombra. Como si alguien, una especie de
gran hermano –orwelliano, no Vasileano-
fuese a notar mi presencia y, envalentonado por un uniforme, llamase de
inmediato a la puerta de mi casa para llevarme a algún horrible lugar.
Presumo que todos
los vecinos nos hemos quedado paralizados, como después de la regañina de un
profesor. Lo más inquietante del confinamiento es que no hay ruido. Al menos en
mi comunidad. Y eso crea un desacostumbrado vacío, una niebla de incertidumbre.
Desde la cocina de mis vecinos cubanos, al otro lado del patio interior, sonaba
ayer una canción. Me asomé a escuchar. Al verme, cerraron la ventana con ademán
impetuoso, como queriendo absorber para sí toda la alegría que destilaba aquella
melodía.
Por lo
demás, silencio y vacío. Ni siquiera nos dejamos ver. Antes, la gente se asomaba a las ventanas con la misma devoción
que ahora se asoman a Neflix. Pero estos días, en el centro de la ciudad, todo
pasa detrás de las cortinas. Como si tratásemos de fingir que no hay nadie en
casa.
Tras esta meditación matinal me
dirijo a la cocina. Al poco, todo se quiebra. Un escalofrío me paraliza
agarrada a la taza de café. Fue como escuchar un grito de pavor. Alguien acaba
de toser en el piso de arriba. Instintivamente, pienso algo estúpido y celebro
que el coronavirus no pueda atravesar el esqueleto de lasaña de hormigón de mi
edificio. Espero un rato. Quieta, en silencio. La tos se repite una vez más, en
impulsos cortos, como señales de morse. No pasa nada. Nadie llama a su puerta. A
estas alturas –especulo- ya se habrá puesto el termómetro. Pero no he conseguido
escuchar nada, ni siquiera el murmullo de una conversación telefónica con el
112. Al fin, hago un ejercicio de
sentido común y se disipan las absurdas nubes del pánico.
Se me ocurre que, para sosegar mi
imaginación, puedo jugar a hacer solitarios; así que trepo a la escalera para
buscar las barajas en un altillo. Aparecen dentro una bolsa de plástico de
Pryca. Están las cartas de familias, de cuando éramos pequeñas. El abuelo
bantú, el hijo esquimal… me pregunto si este juego ahora será políticamente correcto.
Enhebro con los chinos, a quienes no hemos tratado con mucho respeto en este
país. Ahora reparten mascarillas, nos envían ayuda sanitaria y encima, se han
adelantado al resto del mundo con la vacuna contra este virus. Quizá ahora
dejemos de vernos como una baraja de cartas de familias. Mi sobrino Arturo no
sabía que Siján, la de su clase de infantil, es china. Pensaba que solo era una
niña. Y tenía razón.
Acaba de sonar el timbre. Me
quedo paralizada. ¿Quién burla el confinamiento? No tengo mascarilla. Me pongo
apresuradamente los primeros guantes que encuentro, de lana negra con lunares
verdes. Levanto el telefonillo con decisión, como si estuviese protagonizando
un acto de extraordinario valor. Era el cartero.