miércoles, 18 de marzo de 2020

DÍA 3: Alguien tose en el piso de arriba


Hoy he despertado de un sobresalto. Una voz imperiosa, marcial, desde un megáfono de mayúsculo volumen nos exhorta a permanecer en nuestras casas. Es un coche con altavoz que se apaga en la distancia de la calle, de la avenida principal de la ciudad. Las órdenes, el tono militar, lo extraño de esta patrulla me suscita un palpitante estremecimiento.
Cuando se apaga la estruendosa voz, vuelve el silencio. No me atrevo a hacer ruido al levantarme, por si quiebro esta calma con el rumor de mis pasos sobre el alfombra. Como si alguien, una especie de gran hermano –orwelliano, no Vasileano- fuese a notar mi presencia y, envalentonado por un uniforme, llamase de inmediato a la puerta de mi casa para llevarme a algún horrible lugar.
Presumo que todos los vecinos nos hemos quedado paralizados, como después de la regañina de un profesor. Lo más inquietante del confinamiento es que no hay ruido. Al menos en mi comunidad. Y eso crea un desacostumbrado vacío, una niebla de incertidumbre. Desde la cocina de mis vecinos cubanos, al otro lado del patio interior, sonaba ayer una canción. Me asomé a escuchar. Al verme, cerraron la ventana con ademán impetuoso, como queriendo absorber para sí toda la alegría que destilaba aquella melodía.
Por lo demás, silencio y vacío. Ni siquiera nos dejamos ver. Antes, la gente se asomaba a las ventanas con la misma devoción que ahora se asoman a Neflix. Pero estos días, en el centro de la ciudad, todo pasa detrás de las cortinas. Como si tratásemos de fingir que no hay nadie en casa.

Tras esta meditación matinal me dirijo a la cocina. Al poco, todo se quiebra. Un escalofrío me paraliza agarrada a la taza de café. Fue como escuchar un grito de pavor. Alguien acaba de toser en el piso de arriba. Instintivamente, pienso algo estúpido y celebro que el coronavirus no pueda atravesar el esqueleto de lasaña de hormigón de mi edificio. Espero un rato. Quieta, en silencio. La tos se repite una vez más, en impulsos cortos, como señales de morse. No pasa nada. Nadie llama a su puerta. A estas alturas –especulo- ya se habrá puesto el termómetro. Pero no he conseguido escuchar nada, ni siquiera el murmullo de una conversación telefónica con el 112.  Al fin, hago un ejercicio de sentido común y se disipan las absurdas nubes del pánico.
Se me ocurre que, para sosegar mi imaginación, puedo jugar a hacer solitarios; así que trepo a la escalera para buscar las barajas en un altillo. Aparecen dentro una bolsa de plástico de Pryca. Están las cartas de familias, de cuando éramos pequeñas. El abuelo bantú, el hijo esquimal… me pregunto si este juego ahora será políticamente correcto. Enhebro con los chinos, a quienes no hemos tratado con mucho respeto en este país. Ahora reparten mascarillas, nos envían ayuda sanitaria y encima, se han adelantado al resto del mundo con la vacuna contra este virus. Quizá ahora dejemos de vernos como una baraja de cartas de familias. Mi sobrino Arturo no sabía que Siján, la de su clase de infantil, es china. Pensaba que solo era una niña. Y tenía razón.
Acaba de sonar el timbre. Me quedo paralizada. ¿Quién burla el confinamiento? No tengo mascarilla. Me pongo apresuradamente los primeros guantes que encuentro, de lana negra con lunares verdes. Levanto el telefonillo con decisión, como si estuviese protagonizando un acto de extraordinario valor. Era el cartero.