La sede de El País en Gran Vía será
ocupada por Primark, la reina irlandesa de las bragas baratas. No puede haber
una metáfora más gráfica de la decadencia de la civilización, del paso a una
nueva era donde el consumismo feroz sale fortalecido frente a la libertad de
expresión. Porque entre ir de compras y leer un artículo de fondo, la mayoría
de la población se alistaría a la conquista de un pijama de saldo elaborado en
un taller en Vietnam, antes que afanarse en la lectura de cómo se ha fabricado,
sobre lo cual puede haber varias versiones, dependiendo de la rotativa que haya
fabricado esa realidad.
Definitivamente comprar no resulta menos
complejo, porque en el fondo es como leer periódicos. No podemos soslayar la
etiqueta. No podemos adquirir productos sin interesarnos por dónde, cómo y
quién los fabrica, de la misma manera que tampoco es honesto hacer lo propio
con la información, que también conviene valorar de dónde procede, quién la
emite y a quien beneficia o perjudica. Una verdad debe ser una deducción de
otras verdades, proclamaba Aristóteles.
Los negocios de Gran Vía, que se van dando
el relevo, no son tan dispares como parece en principio. Probablemente ambos se
afanan en que solo nos fijemos en el resultado final, sin someter este a un
test de credibilidad y honestidad que debiera resultar obligado para el
ciudadano que los consume.
Pero es demasiado fatigoso practicar un
constante ejercicio de escepticismo, someter todo a cuestión. Es más fácil conformarse
con los titulares y militar en el pesimismo amargo que nos lleva a concluir que
todo es inmutable.
Algunos bichos raros, las ovejas negras
del sistema, se protegen de este perverso efecto narcotizante con altas dosis
de sentido común.
Son aquellos que cuando el mismo Gobierno
que inspiró la –por cierto, fracasada- amnistía fiscal anuncia que difundirá la
identidad de defraudadores y morosos, temen que las listas negras puedan
derivar en un arma política para incluir y proteger a quién convenga, que para
eso quienes mandan se reservarán la facultad de decidir los nombres que
militarán en ellas.
Son aquellos que no corren detrás de las
liebres, que no se conforman con que el exconsejero de Sanidad madrileño
Güemes, que ya carga con el sambenito de ser marido de Andrea Fabra, dimita de
la empresa que ahora gestiona los análisis que él mismo privatizó, porque era
incapaz de gestionar desde lo público pero no desde lo privado, al parecer. La
solución no es que este señor renuncie, porque el favor ya está hecho, sino en
que alguien tenga la decencia de revocar la concesión.
Son aquellos que, como el ensayista
británico Carlyle, creen que el escepticismo significa no solo la duda
intelectual, sino también la duda moral. No debemos acomodarnos ni en el
aplauso ni la negación, pero si en la duda. De lo contrario, nos seguirán
manipulando con sus torpes estrategias y argumentos, que consisten básicamente
en reivindicar que siempre hay otro que lo hace peor.