martes, 17 de marzo de 2020

DÍA 2: Respirar, una victoria



Abro los ojos y compruebo con alivio que sigo respirando. Es otra rutina nueva. Primero hay un instante de pánico. Después, aspiro con fuerza temiendo que regrese la fatiga. Mis bronquios no silban. Otro día sin asma. No me duele la garganta, tengo apetito de desayuno. Y entonces, una vez alcanzada la certeza de mi certificada salud, ahí, todavía entre las sábanas, estalla una sensación de placidez y serenidad. Hasta ahora, respirar era un gesto de acostumbrada indiferencia. Hoy es una victoria. Me angustia ponerme enferma en el desconcierto de este estado de alarma.

Así, amanece el cuarto día de encierro en soledad con una extraña alegría. Decido pensar que es domingo, y convencerme de que, por eso, el centro de la ciudad mantiene hoy también un silencio espeso y desasosegante. 
Oigo el rumor de pasos en la escalera. Mi vecino del sexto. Le identifico por la forma en que carraspea mientras sube y baja ocho pisos resoplando. Necesita quemar energía. La mía se desborda delante del escritorio, o se desperdicia en esos deliciosos ratos en los que me siento en un sillón y miro al vacío. Entro, entonces, en una especie de trance. Un espacio propio, relajado, tranquilo. Ayer se me hizo el día pequeño.

Siento una especie de extraña felicidad en este obligado encierro; sin compañía, sin terraza, sin Neflix. Me cuesta entender que a tantas personas les incomode esta falta de libertad. La mía, habita entre estas cuatro paredes. No tengo que ir a ninguna parte. Y esa sensación me provoca una curiosa mezcla de paz y excitación. Tengo tiempo para mí. Puedo levantarme y estrenar un cuaderno. Puedo abrir un libro y leer hasta desmayarme de hambre. Mientras no escuche las noticias vivo en una deliciosa despreocupación. No tengo que alisar mi pelo, ni titubear frente al armario. No tengo prisa. Y eso me encanta.

No debería estar inquieta porque, en realidad, me parece que nunca he querido ir a ninguna parte. No se me ha contagiado esa efervescencia vital. Me gustan las habitaciones. Los rincones. Las pequeñas cosas. Esas palabras que acarician, algunos olores evocadores, relámpagos de alegría y especialmente todo aquello que nunca llegó a ocurrir. Acumulo recuerdos de cosas que nunca han pasado. Herencia, tal vez, de la infancia. Mi momento preferido del día, desde pequeña, siempre fue irme a soñar. Porque, en la cama, por la noche, no dormía. Soñaba. Primero imaginando con palpitante viveza mis propios anhelos que después se prolongaba en los sueños, más profundos, consumados en su propio albedrío que ya no dirigía yo. Siempre me ha fascinado habitar en lo íntimo.

Desayuno frente a un mapamundi. Quizá algo raro para alguien que no sueña con ir a ninguna parte. Lo prendimos con celo, hace años, en los azulejos de la cocina. Cuando aún habitaba el plural en esta casa. Desde hace unos días,  me tomo el tiempo que quiero para contemplarle. Es otra de las nuevas sensaciones del encierro. Me gusta descubrir sitios pequeños. Lugares insignificantes. Hoy he estado largo rato explorando la isla de Kolguyev, en el mar de Barents, una de mis fantasías geográficas recurrentes. Allí siempre es invierno. Yo hoy veo el sol desde mi ventana. Eso me hace sonreír.