Abro los ojos y compruebo con alivio que sigo
respirando. Es otra rutina nueva. Primero hay un instante de pánico. Después, aspiro
con fuerza temiendo que regrese la fatiga. Mis bronquios no silban. Otro día
sin asma. No me duele la garganta, tengo apetito de desayuno. Y entonces, una
vez alcanzada la certeza de mi certificada salud, ahí, todavía entre las
sábanas, estalla una sensación de placidez y serenidad. Hasta ahora, respirar
era un gesto de acostumbrada indiferencia. Hoy es una victoria. Me angustia
ponerme enferma en el desconcierto de este estado de alarma.
Así, amanece el cuarto día de encierro en
soledad con una extraña alegría. Decido pensar que es domingo, y convencerme de
que, por eso, el centro de la ciudad mantiene hoy también un silencio espeso y
desasosegante.
Oigo el rumor de pasos en la escalera. Mi vecino del sexto. Le identifico
por la forma en que carraspea mientras sube y baja ocho pisos resoplando.
Necesita quemar energía. La mía se desborda delante del escritorio, o se
desperdicia en esos deliciosos ratos en los que me siento en un sillón y miro
al vacío. Entro, entonces, en una especie de trance. Un espacio propio,
relajado, tranquilo. Ayer se me hizo el día pequeño.
Siento una
especie de extraña felicidad en este obligado encierro; sin compañía, sin
terraza, sin Neflix. Me cuesta entender que a tantas personas les incomode esta
falta de libertad. La mía, habita entre estas cuatro paredes. No tengo que
ir a ninguna parte. Y esa sensación me provoca una curiosa mezcla de paz y
excitación. Tengo tiempo para mí. Puedo levantarme y estrenar un cuaderno. Puedo
abrir un libro y leer hasta desmayarme de hambre. Mientras no escuche las
noticias vivo en una deliciosa despreocupación. No tengo que alisar mi pelo, ni
titubear frente al armario. No tengo prisa. Y eso me encanta.
No debería estar inquieta porque, en realidad,
me parece que nunca he querido ir a ninguna parte. No se me ha
contagiado esa efervescencia vital. Me gustan las habitaciones. Los rincones.
Las pequeñas cosas. Esas palabras que acarician, algunos olores evocadores, relámpagos
de alegría y especialmente todo aquello que nunca llegó a ocurrir. Acumulo
recuerdos de cosas que nunca han pasado. Herencia, tal vez, de la infancia. Mi
momento preferido del día, desde pequeña, siempre fue irme a soñar. Porque, en
la cama, por la noche, no dormía. Soñaba. Primero imaginando con palpitante
viveza mis propios anhelos que después se prolongaba en los sueños, más
profundos, consumados en su propio albedrío que ya no dirigía yo. Siempre
me ha fascinado habitar en lo íntimo.
Desayuno frente a un mapamundi. Quizá
algo raro para alguien que no sueña con ir a ninguna parte. Lo prendimos con
celo, hace años, en los azulejos de la cocina. Cuando aún habitaba el plural en
esta casa. Desde hace unos días, me tomo el tiempo que quiero para contemplarle.
Es otra de las nuevas sensaciones del encierro. Me gusta descubrir sitios
pequeños. Lugares insignificantes. Hoy he estado largo rato explorando la isla
de Kolguyev, en el mar de Barents, una de mis fantasías geográficas recurrentes.
Allí siempre es invierno. Yo hoy veo el sol desde mi ventana. Eso me hace sonreír.