domingo, 3 de mayo de 2020

DÍA 49: La despedida


 
Los primeros días de confinamiento inventé un mapa de esta casa y tracé en él un camino de sombras. Siento que tengo que atreverme a explorar el pasillo grande y vencer la puerta cerrada del fondo, que un desafío pendiente. Se acaba el tiempo de silencio. Ya siempre hay gente en la calle. Eso dinamita la clausura. Ayer me quedé aquí. Ni siquiera me apeteció salir, tampoco me dio tiempo. Durante cincuenta y un días he permanecido confinada, solo salí una mañana de viernes a la farmacia.

Anoche saqué el mapa y estuve pensando si será mejor adentrarme en las tinieblas con la luz de un día azul o con la oscuridad de una noche negra. Poco importan ya los faros cuando la zozobra te ha arrastrado al acantilado. Todo el camino va a estar oscuras, aunque un sol radiante penetre por las ventanas. Voy a hacer el camino a ciegas. Desde el recibidor doy los primeros pasos con los ojos cerrados. A tientas. Extiendo los brazos a los lados buscando rozar las paredes, pero no alcanzo a tocarlas. Avanzo en ese equilibrio, a sabiendas de que si vacilo perderé el pie y caeré en un precipicio infinito y, entonces, no volverá a amanecer. Sigo dando pasos, y cuánto más cerca estoy del final del pasillo voy notando que a través de mis párpados caídos penetra un tenue rayo de luz. Al fin, alcanzo la manilla. Tomo aire. Abro la puerta con determinación y me derrumba un aliento pretérito, un vapor que me estremece, que envenena de pena mi agitada respiración. Me atrevo a abrir los ojos, una lluvia de pena infinita me moja la cara y salpica el suelo.
Todo está igual que la última noche. Mejor dicho igual que la última mañana, cuando lo arreglé todo después de que se la llevaron al hospital. Yo regresé a casa y me puse a limpiar la habitación. No quise darme por vencida, no podía ceder a la desesperanza. Saqué las sábanas de hilo blanco bordadas, las que más le gustaban, y coloqué un pañuelo debajo de la almohada. Limpié el suelo, la lámpara, los cristales. Coloqué un jarrón con flores frescas sobre la mesa de la ventana, al lado de su sillón. Planché su pijama preferido y coloqué las zapatillas a los pies de la cama. 
Dejé la puerta abierta pero, dos días más tarde, una corriente gélida la cerró de golpe. De un portazo que me provocó un tormento infinito, desconocido y devastador. Un aliento frío que lo quebró todo, que invocó un miedo extraño, un amargo desasosiego.
Me he tumbado sobre la colcha y veo la habitación con sus ojos, desde la misma perspectiva. Detrás de la cortina está el balcón de las Pérez, la torre de la catedral y un trozo de cielo, el lienzo donde tantas formas habrá imaginado en las nubes. En la mesilla está su libro de oraciones y la campanilla. Su sonido desata una tormenta dentro de mí. Me quedo ahí, quieta. Todo está en silencio pero yo oigo nuestras conversaciones que se han quedado aquí dentro, encerradas, y que ahora me susurran las paredes. Entonces eran alegres, aunque hoy yo no pueda acordarme.
Ya tampoco tengo la certeza de que mis recuerdos sean reales, durante este tiempo he ido interpretando situaciones con significados diferentes, como si algunas conversaciones o acontecimientos pudiesen cobrar ahora otro sentido.  Es parte de la tortura, del daño que me hago.

He pasado la noche sobre la colcha, en atormentado duermevela. He pensado –no sé por qué- en el diluvio del Génesis, que purgó los pecados de la humanidad en una simbólica catarsis. Sobre nosotros ha llovido estos días otra furiosa tempestad, menos universal, que desnuda nuestra fragilidad ante el destino. Pero yo ahora estoy aquí, durmiendo sobre la balsa que me rescata del naufragio. Pienso también en el tiempo que me queda. Es la primera vez que lo hago, hasta ahora solo he mirado hacia atrás.

Cuando amanece siento que dentro de mí palpita una incipiente primavera. Los inviernos siempre acaban. También los duros, largos y llenos de decepción. Abro la ventana y me parece ver que se acerca un pájaro desde el horizonte. Que regresa la paloma con una rama de olivo en el pico. Que todo acaba. Entonces, García Márquez me susurra al oído: No sea ingenuo, coronel, nosotros ya estamos muy grandes para esperar al mesías.

También oigo discutir a Rebeca y Damián porque el platas he quedado con una tal Sonia para correr juntos. Los trenes no pasan solo una vez. En realidad, contrariamente, como símbolo de libertad en el imaginario literario, viven encadenados a la rutina de un permanente viaje de ida y vuelta; así que mañana podemos coger el mismo tren que pasó hoy. El hombre que miraba pasar los trenes –Popinga, el personaje de Simenon- creía que quien sube a un tren se marcha para siempre. Para los pasajeros habituales lo intrépido es quedarse en la estación, perderlo es desobedecer la rutina. Paco ha decidido divorciarse y jubilarse. Esta mañana vino con Chelita y se lo comunicó a Marichelo. “Estás loco”, gritó ella. “Pues maldita sea la cordura”, proclamó él. Nos dieron ganas de aplaudir.
Alguien ha apagado la luz del primer piso. El Icarus, la estrella más lejana jamás vista, murió hace mucho tiempo y en su lugar hay un agujero negro. Pero nosotros vemos su resplandor, que sigue viajando por el espacio. Ya no sé si tengo la certeza de que la lámpara estaba encendida.

Cuando agonizaba agosto siempre suspiraba un aliento más frío, por el temor de que aquel verano despidiese el último recreo de nuestra infancia. Ahora todo tiene ese aire triste del último día de vacaciones.

sábado, 2 de mayo de 2020

DÍA 48: El alboroto



Dice la radio que en el jardín botánico de Madrid se escucha caer las hojas de los árboles. Imagino ese imperceptible rumor con los ojos cerrados y crece en mí una placidez capaz de sofocar cualquier tormenta. Es un espejismo que enseguida se quiebra.
Hoy es sábado y la ciudad suena como si ya todo estuviese en marcha. Despiertan los motores de los coches que pasan con más frecuencia, las voces de la gente, los portales que se abren. Es el primer día que madruga mi escalera. Me han despertado crujidos y alborotos ya desacostumbrados. Yo he sentido una especie de infinita nostalgia. Como si empezase a despedirme de unos días plácidos, un temor extraño a regresar, a cruzar la puerta.

Las leyes de la casualidad hacen posible lo imposible y viceversa. A partir de ahora nuestro dos de mayo conmemorará una doble liberación, contra los franceses y contra la pandemia. Para mí, que he luchado contra mí misma, supone vencer un naufragio que todavía tiembla entre estas cuatro paredes. Ha sido una travesía corta, se me han hecho pequeñas las lecturas, las reflexiones y todos los castillos que he ido dibujando en el deleite de esta clausura.
Desde muy temprano se palpa la excitación por la primera salida autorizada. Me asomo a la ventana y fluye un bullicioso río de alegría hacia el muelle cautivado además, por un día extrañamente radiante en el norte.

Me hubiese apetecido que este primer día de alivio, de menguada libertad, fuese gris, plomizo e incluso un poco lluvioso. Respirar un aliento frío, porque eso me da la sensación de estar viva. Mi relación con el sol es extraña. Me fastidia que amanezcan días radiantes porque siento la obligación de salir y cuando lo hago tengo la misma sensación que con las fresas, me embelesa su aspecto, me fascinan como huelen  pero cuando muerdo un pedazo siempre estalla en mi boca un poco de decepción. El paisaje no me da la alegría. Ésta llega de pronto como el pájaro que se detiene el aire aleteando con agitación y entusiasmo para no perder el equilibrio. En ese instante palpita mi felicidad, en esa ráfaga de impaciencia, de efervescencia y turbación. Entonces, no hay días grises. Y cuando llegan siempre ofrecen más posibilidades a la soledad. No me gustan los días azules, porque los tengo que compartir con el ruido.

Esta mañana escuché unos golpes en la ventana, como ariete enfurecido llamando a la puerta de un castillo, y corrí sorprendida al salón. Una gaviota golpeaba el cristal con el pico. Estaba muy enfadada e insistía en entrar. De pronto recordé que la ventana de la habitación de Pili está abierta y que el energúmeno éste podría entrar en la casa. Me dirigí hacia allí con el corazón palpitante rezando por llegar antes. Pero el pájaro había caminado por el alfeizar y estaba allí parado delante de mí. Sin cristal alguno. Como estar de frente al coronavirus sin mascarilla. En medio del pánico he sido capaz de extender el brazo y cerrar en un movimiento rápido. La gaviota ha reaccionado con tanta furia que he bajado hasta la persiana. Después, exhausta, me he tumbado en la cama de Pili para que se me pase el temblor.
No es la primera vez que tengo un incidente así. Un día estábamos haciendo la limpieza de primavera en el salón con los ventanales abiertos de par en par y se coló una paloma. Huí de la habitación y dejé a Pili dentro que, sin inmutarse lo más mínimo, la cogió entre sus manos y la devolvió al aire. Pero no resultó fácil porque la paloma se puso nerviosa y empezó a revolotear desorientada y muy nerviosa. En uno de esos vaivenes chocó contra la pared e, inducida por el susto, soltó una deposición que quedó adherida en insólito equilibrio en mitad de un cuadro pintado por mamá. Intentamos limpiarlo, pero ahí queda la huella camuflada en las sombras del paisaje montañoso. “¿Lo ves?, ¿lo ves?”, retábamos con infantil regocijo a las visitas, como quien enseña las muescas de los disparos de Tejero en el techo del Congreso de los Diputados. También mostrábamos otro tesoro singular, el libro titulado ‘Las hermanas Agüero’ que encontró mi primo Sergio hace años, en las estanterías de Pryca. Una novela malísima que ninguna fuimos capaces de digerir, nos quedamos solo con la portada.

A las cuatro de la tarde me llama la tía monja. “Asómate”, me dice. Salgo a la ventana y está debajo de casa. Con su falda azul marino por debajo de la rodilla y un polo celeste de manga corta. Viene de Cuatro Caminos y va hasta la parroquia. Está tan alborozada por el paseo y el aire libre que no me atrevo a decirle que se ha ‘desescalado’ tempranamente, por error, en el turno infantil. Aunque, por la propia esencia de la sor, igual considera que la indulgencia plenaria del viernes santo le sirve de salvoconducto civil para estos menesteres.

De todos modos, supongo que por mi propensión al escepticismo, siempre he sentido una inquebrantable fe en la contracorriente. Bienaventurados sean los perros verdes, milicia que no se rinde, que no cae en el desasosiego, que desafía el pensamiento uniforme y que, con su inconformismo, tambalean la tan sobreactuada e invocada uniformidad dogmática.

Hoy entra aire caliente por las ventanas abiertas de la casa. Cuando mi vecina Tea y su marido enfermaron yo preparé ropa por si tenía que salir de urgencia a asistirles. Sobre el sillón de mi habitación hay un abrigo y un jersey de lana. La primavera ya ha vencido al invierno y tengo que abrir los armarios. También tenía, al fin, la libertad de abrir la puerta de la calle. Pero me he quedado en casa. Quizá estoy ya tan acostumbrada a esta rutina que no me siento encerrada. Me da cierto temor salir y comprobar que todo vuelve a ser como antes.


viernes, 1 de mayo de 2020

DÍA 47: La comunión del niño de Conchita y Pepe



El niño de Conchita y Pepe se ha enterado de que no puede hacer la comunión. Iba a ser el 9 de junio, pero ha quedado retrasada esperando mejores nuevas. Se ha quedado tan desilusionado que esta mañana, en cuanto abrí la ventana de la cocina, su madre me ha pedido que interceda con mi tía la monja, que es la catequista de Miguelín. Pero mucho me temo que sor Carmela no podrá alterar el calendario de la “nueva normalidad”. Cuando pongo el telediario me siento dentro de una fantasía distópica, nos ha dado por hablar en unos términos ridículos, de película de ciencia ficción.
El caso es que Miguelín se ha puesto a llorar el disgusto por la ventana del patio y todos nos hemos ido asomando con palabras amables, que no han conseguido levantarle el ánimo. Para colmo, esta mañana pronto se puso a llover y aprovechó su hora de salvoconducto infantil para bajar una manta y un paraguas a la familia de gatos. Lo del paraguas, al principio, me pareció raro. Con la manta hizo una cuna, doblándola sobre sí misma, y el paraguas lo abrió y lo dejó posado en el suelo. Vamos, que ha construido una tienda de campaña para que se resguarden. Durante toda la operación no ha parado de lloriquear, a veces con más intensidad y lágrimas, y otros ratos con pequeños sollozos más dispersos.
El niño es muy pío. Eso lo sabemos. Porque predica a los gatitos y a los pájaros emulando a San Francisco. Si está la ventana abierta le escuchamos recitar las oraciones por la noche. Después de cenar, junta las manos casi en puños, baja la cabeza sobre el mantel y oímos el murmullo de sus letanías. Cuando se traba u olvida una palabra vuelve a empezar desde el principio. Dice que se pone penitencia.

Quizá a esa edad sea común tener algún arrebato místico. A mí una vez en el colegio me mandaron escribir una oración con la palabra zumo y después de rezar todo lo que sabía, concluí que era un imposible. Gracias a la confusión, hoy, puedo asegurar con toda certeza que ni el credo, ni el padrenuestro ni ningún ave maría emplean tal término.

Tocaron las campanas de la catedral a la hora del ángelus y el hijo de Conchita y Pepe seguía completamente abatido. Al participar, los vecinos, de la ceremonia de aplaudir a Petrita -ya perfectamente restablecida- las Pérez se han enterado del disgusto del chiquillo y se han sumado a los lamentos. Ellas tampoco podrán estrenar los trajes que se han hecho, en la modista de Madrid, para ir a la comunión de su sobrina nieta. Petrita pide detalles y Juani explica que cada una va de un color. Como las tres hadas madrinas de la Bella Durmiente. Se habían comprado ya hasta los zapatos. Florita se pone los suyos todos los días para andar por el pasillo.
Entonces Petrita dice que se va a poner el traje azul celeste para ir el lunes a la peluquería, que tenemos enfrente de casa. Es la clienta más veterana, más que la propietaria que se jubiló ya hace años. Ahora el salón lo lleva su hija, que lo ha modernizado mucho. Pero mantiene una reliquia. Un secador de pie, de los antiguos, donde ya solo Petrita –lo conservan como deferencia a su fidelidad- mete la cabeza con los rulos y la redecilla en el casco de aire caliente mientras lee el Hola. Para Petrita, todo ha de seguir siendo como fue. Por eso, un día que intentaron hacerle unas mechas con papel de plata se asustó tanto que casi se desmaya. Tuvo que venir la antigua propietaria a decretar un protocolo especial que, desde entonces, se sigue a rajatabla. Incluye el tradicional cardado y toneladas de laca.
Las Pérez van a la misma peluquería pero ya no meten la cabeza debajo del secador de casco. La mayor usa un tono castaño claro, más tenue la mediana y ya rubio la pequeña. Vamos, que el color del pelo va degradando intensidad de mayor a menor creando un efecto cromático muy curioso cuando las ves en fila.

Cuando me he puesto a comer, el niño seguía muy triste mirando los gatos desde su ventana. Eso que a Rebeca se le ha caído el móvil al patio y  nos hemos reído mucho porque una gaviota se lanzó sobre él y lo estuvo picoteando. Pues el niño nada, todo serio. Mi vecina tiene la costumbre de hablar por teléfono mientras cuelga la ropa sujetando el aparato entre el hombro y el cuello. Dicen que estaba haciendo arrumacos con Damián el platas porque hablaba con voz suave y melosa. Hasta que se resbaló y al estrellarse con el suelo se conectó el micrófono. Así que escuchábamos una voz masculina: “¡Rebe! ¿qué pasa?, ¿Estás bien? oigo ruidos raros...”. “Cuelga, cuelga”, gritaba inútilmente ella desde arriba.
Rebeca estaba tan desconsolada como Miguelín. Entonces Emilio y don Ramón propusieron que el crío fuese a rescatar el aparato, antes de que se lo llevase una urraca. Como si alguna visitase mi patio con frecuencia. La gaviota después de manosearlo, lo había dejado allí abandonado a su suerte. Eso sí, el interlocutor por fin colgó después de largo rato pidiendo explicaciones. “Por lo menos funciona”, le consoló Matilde.
La verdad es que ha tenido la suerte de caer sobre el colchón de hierba del patio roto. Miguelín es el único que, por su reducida dimensión, puede colarse por el hueco de la tapia y llegar hasta los gatos. Pura no cabe y tiene que dejarles la comida en la otra orilla.
Pero el niño no quiere bajar porque dice que ya ha consumido la hora de paseo. Es muy formal y no quiere saltarse las normas. Los padres y otros vecinos le insisten en que no pasa nada. Rebeca, desesperada, le ofrece veinte euros de recompensa. Los padres aplauden y aumentan la presión sobre el chiquillo. Al final, se enfadan con él y le obligan a bajar. Le acompaña el padre que hace guardia en la tapia. Hoy no hay nadie, porque llueve y no han venido las familias del descampado. Cuando el niño llega al patio los gatitos están jugando con el teléfono. Se entretiene un rato con ellos hasta que el padre le reclama con impaciencia. Rebeca aplaude la operación con regocijo desde la ventana. Pepe padre se lo ha llevado a la puerta de casa.

El niño sigue triste. Así que, al fin, he llamado a sor Carmela. Qué más quería mi tía monja que una excusa para salir del convento. He tenido que convencerla para que hable con Miguelín por teléfono. Ha prometido llamarle cuando acabe la oración vespertina.
Mientras tanto he estado recordando cuando nuestra niña Pili iba a catequesis con Sindo, un señor que tenía un chiste para todo. La verdad es que lo de Pili tuvo su gracia. La  sabotearon la comunión. El propio cura. Después de estar tres años de preparaciones espirituales, Pili al fin iba a hacer la comunión. La iban a vestir de calle, que se dice. Pero desempolvamos el vestido blanco y largo de las Agüero que, con la suya, ha servido ya para cuatro ceremonias.
Aquel domingo, le habían tomado la medida y estaban hilvanados hasta los bajos. Pili fue a misa e hizo de monaguilla, como en otras ocasiones, acompañada de otras dos niñas más mayores. Estaban las tres en fila en el momento de la comunión. Don Francisco acercó el cáliz y una por una les dio de comulgar a todas. A Pili, también. “¿Pero tú por qué abriste la boca?”, le increpaba mi madre después. “Porque lo dijo el cura”, justificó. “Y porque tenía ganas de probar la galleta”, confesó después.
Lo cierto es que estuvo un poco molesta por la repercusión de aquella falsa primera vez. De hecho, hubo un profundo debate sobre quien tenía la culpa del incidente –el sacerdote o la cría- y si aquella comunión extraoficial anticipada, era pecado. “Será pecado para él”, zanjó hosca Pili. Y así quedó la cosa. La Santa Madre Iglesia corrió un tupido velo y Pili ‘recomulgó’ en su segunda comunión oficial como si nada hubiese ocurrido.  

Al fin, la tía monja ha tranquilizado al niño de Conchita y Pepe. Después de conocer sus razones nos hemos solidarizado con el desconsuelo del chiquillo, porque el asunto va más allá del berrinche.
Esta mañana cuando se enteró de que no puede hacer la comunión –le explicó a sor Carmela- lloraba porque tenía miedo a que, para septiembre, se le olvidasen las oraciones. “Sobre todo el credo, que es muy largo”, suspiraba el pobre.
Pero después la congoja fue en aumento, porque antes de la cuarentena ya se había confesado, y ahora teme que no pueda aguantar hasta septiembre sin cometer algún pecado. “¿Si sales de casa dos veces aunque esté prohibido, es pecado?, ¿aunque te manden los padres a coger una cosa al patio?”, inquirió el niño.
El dilema de Miguelín. No sabe que es peor, ni que va primero. Si la obediencia a los padres o a las normas. Ahora se entiende que el crío esté en un sinvivir con este debate entre penitencia o multa.