sábado, 2 de mayo de 2020

DÍA 48: El alboroto



Dice la radio que en el jardín botánico de Madrid se escucha caer las hojas de los árboles. Imagino ese imperceptible rumor con los ojos cerrados y crece en mí una placidez capaz de sofocar cualquier tormenta. Es un espejismo que enseguida se quiebra.
Hoy es sábado y la ciudad suena como si ya todo estuviese en marcha. Despiertan los motores de los coches que pasan con más frecuencia, las voces de la gente, los portales que se abren. Es el primer día que madruga mi escalera. Me han despertado crujidos y alborotos ya desacostumbrados. Yo he sentido una especie de infinita nostalgia. Como si empezase a despedirme de unos días plácidos, un temor extraño a regresar, a cruzar la puerta.

Las leyes de la casualidad hacen posible lo imposible y viceversa. A partir de ahora nuestro dos de mayo conmemorará una doble liberación, contra los franceses y contra la pandemia. Para mí, que he luchado contra mí misma, supone vencer un naufragio que todavía tiembla entre estas cuatro paredes. Ha sido una travesía corta, se me han hecho pequeñas las lecturas, las reflexiones y todos los castillos que he ido dibujando en el deleite de esta clausura.
Desde muy temprano se palpa la excitación por la primera salida autorizada. Me asomo a la ventana y fluye un bullicioso río de alegría hacia el muelle cautivado además, por un día extrañamente radiante en el norte.

Me hubiese apetecido que este primer día de alivio, de menguada libertad, fuese gris, plomizo e incluso un poco lluvioso. Respirar un aliento frío, porque eso me da la sensación de estar viva. Mi relación con el sol es extraña. Me fastidia que amanezcan días radiantes porque siento la obligación de salir y cuando lo hago tengo la misma sensación que con las fresas, me embelesa su aspecto, me fascinan como huelen  pero cuando muerdo un pedazo siempre estalla en mi boca un poco de decepción. El paisaje no me da la alegría. Ésta llega de pronto como el pájaro que se detiene el aire aleteando con agitación y entusiasmo para no perder el equilibrio. En ese instante palpita mi felicidad, en esa ráfaga de impaciencia, de efervescencia y turbación. Entonces, no hay días grises. Y cuando llegan siempre ofrecen más posibilidades a la soledad. No me gustan los días azules, porque los tengo que compartir con el ruido.

Esta mañana escuché unos golpes en la ventana, como ariete enfurecido llamando a la puerta de un castillo, y corrí sorprendida al salón. Una gaviota golpeaba el cristal con el pico. Estaba muy enfadada e insistía en entrar. De pronto recordé que la ventana de la habitación de Pili está abierta y que el energúmeno éste podría entrar en la casa. Me dirigí hacia allí con el corazón palpitante rezando por llegar antes. Pero el pájaro había caminado por el alfeizar y estaba allí parado delante de mí. Sin cristal alguno. Como estar de frente al coronavirus sin mascarilla. En medio del pánico he sido capaz de extender el brazo y cerrar en un movimiento rápido. La gaviota ha reaccionado con tanta furia que he bajado hasta la persiana. Después, exhausta, me he tumbado en la cama de Pili para que se me pase el temblor.
No es la primera vez que tengo un incidente así. Un día estábamos haciendo la limpieza de primavera en el salón con los ventanales abiertos de par en par y se coló una paloma. Huí de la habitación y dejé a Pili dentro que, sin inmutarse lo más mínimo, la cogió entre sus manos y la devolvió al aire. Pero no resultó fácil porque la paloma se puso nerviosa y empezó a revolotear desorientada y muy nerviosa. En uno de esos vaivenes chocó contra la pared e, inducida por el susto, soltó una deposición que quedó adherida en insólito equilibrio en mitad de un cuadro pintado por mamá. Intentamos limpiarlo, pero ahí queda la huella camuflada en las sombras del paisaje montañoso. “¿Lo ves?, ¿lo ves?”, retábamos con infantil regocijo a las visitas, como quien enseña las muescas de los disparos de Tejero en el techo del Congreso de los Diputados. También mostrábamos otro tesoro singular, el libro titulado ‘Las hermanas Agüero’ que encontró mi primo Sergio hace años, en las estanterías de Pryca. Una novela malísima que ninguna fuimos capaces de digerir, nos quedamos solo con la portada.

A las cuatro de la tarde me llama la tía monja. “Asómate”, me dice. Salgo a la ventana y está debajo de casa. Con su falda azul marino por debajo de la rodilla y un polo celeste de manga corta. Viene de Cuatro Caminos y va hasta la parroquia. Está tan alborozada por el paseo y el aire libre que no me atrevo a decirle que se ha ‘desescalado’ tempranamente, por error, en el turno infantil. Aunque, por la propia esencia de la sor, igual considera que la indulgencia plenaria del viernes santo le sirve de salvoconducto civil para estos menesteres.

De todos modos, supongo que por mi propensión al escepticismo, siempre he sentido una inquebrantable fe en la contracorriente. Bienaventurados sean los perros verdes, milicia que no se rinde, que no cae en el desasosiego, que desafía el pensamiento uniforme y que, con su inconformismo, tambalean la tan sobreactuada e invocada uniformidad dogmática.

Hoy entra aire caliente por las ventanas abiertas de la casa. Cuando mi vecina Tea y su marido enfermaron yo preparé ropa por si tenía que salir de urgencia a asistirles. Sobre el sillón de mi habitación hay un abrigo y un jersey de lana. La primavera ya ha vencido al invierno y tengo que abrir los armarios. También tenía, al fin, la libertad de abrir la puerta de la calle. Pero me he quedado en casa. Quizá estoy ya tan acostumbrada a esta rutina que no me siento encerrada. Me da cierto temor salir y comprobar que todo vuelve a ser como antes.