Dice la radio que en el jardín botánico de Madrid se
escucha caer las hojas de los árboles. Imagino ese
imperceptible rumor con los ojos cerrados y crece en mí una placidez capaz de
sofocar cualquier tormenta. Es un espejismo que enseguida se quiebra.
Hoy es sábado y la
ciudad suena como si ya todo estuviese en marcha. Despiertan los motores de los
coches que pasan con más frecuencia, las voces de la gente, los portales que se
abren. Es el primer día que madruga mi escalera. Me han despertado crujidos y
alborotos ya desacostumbrados. Yo he sentido una especie de infinita nostalgia.
Como si empezase a despedirme de unos días plácidos, un temor extraño a
regresar, a cruzar la puerta.
Las leyes de la casualidad hacen posible lo imposible y viceversa. A partir
de ahora nuestro dos de mayo conmemorará una doble liberación, contra los
franceses y contra la pandemia. Para mí, que he luchado contra mí misma, supone
vencer un naufragio que todavía tiembla entre estas cuatro paredes. Ha sido una
travesía corta, se me han hecho pequeñas las lecturas, las reflexiones y todos
los castillos que he ido dibujando en el deleite de esta clausura.
Desde muy temprano se
palpa la excitación por la primera salida autorizada. Me asomo a la ventana y
fluye un bullicioso río de alegría hacia el muelle cautivado además, por un día
extrañamente radiante en el norte.
Me hubiese apetecido que
este primer día de alivio, de menguada libertad, fuese gris, plomizo e incluso
un poco lluvioso. Respirar un aliento frío, porque eso me da la sensación de
estar viva. Mi relación con el sol es extraña. Me fastidia que amanezcan días
radiantes porque siento la obligación de salir y cuando lo hago tengo la misma
sensación que con las fresas, me embelesa su aspecto, me fascinan como
huelen pero cuando muerdo un pedazo siempre estalla en mi boca un
poco de decepción. El paisaje no me da la alegría. Ésta llega de pronto como el
pájaro que se detiene el aire aleteando con agitación y entusiasmo para no
perder el equilibrio. En ese instante palpita mi felicidad, en esa ráfaga de
impaciencia, de efervescencia y turbación. Entonces, no hay días grises. Y
cuando llegan siempre ofrecen más posibilidades a la soledad. No me gustan los
días azules, porque los tengo que compartir con el ruido.
Esta mañana escuché unos
golpes en la ventana, como ariete enfurecido llamando a la puerta de un
castillo, y corrí sorprendida al salón. Una gaviota golpeaba el cristal con el
pico. Estaba muy enfadada e insistía en entrar. De pronto recordé que la ventana
de la habitación de Pili está abierta y que el energúmeno éste podría entrar en
la casa. Me dirigí hacia allí con el corazón palpitante rezando por llegar
antes. Pero el pájaro había caminado por el alfeizar y estaba allí parado
delante de mí. Sin cristal alguno. Como estar de frente al coronavirus sin
mascarilla. En medio del pánico he sido capaz de extender el brazo y cerrar en
un movimiento rápido. La gaviota ha reaccionado con tanta furia que he bajado
hasta la persiana. Después, exhausta, me he tumbado en la cama de Pili para que
se me pase el temblor.
No es la primera vez que
tengo un incidente así. Un día estábamos haciendo la limpieza de primavera
en el salón con los ventanales abiertos de par en par y se coló una paloma. Huí
de la habitación y dejé a Pili dentro que, sin inmutarse lo más mínimo, la
cogió entre sus manos y la devolvió al aire. Pero no resultó fácil porque la
paloma se puso nerviosa y empezó a revolotear desorientada y muy nerviosa. En
uno de esos vaivenes chocó contra la pared e, inducida por el susto, soltó una
deposición que quedó adherida en insólito equilibrio en mitad de un cuadro
pintado por mamá. Intentamos limpiarlo, pero ahí queda la huella camuflada en
las sombras del paisaje montañoso. “¿Lo ves?, ¿lo ves?”, retábamos
con infantil regocijo a las visitas, como quien enseña las muescas de los
disparos de Tejero en el techo del Congreso de los Diputados. También
mostrábamos otro tesoro singular, el libro titulado ‘Las hermanas
Agüero’ que encontró mi primo Sergio hace años, en las estanterías
de Pryca. Una novela malísima que ninguna fuimos capaces de
digerir, nos quedamos solo con la portada.
A las cuatro de la tarde
me llama la tía monja. “Asómate”, me dice. Salgo a la ventana
y está debajo de casa. Con su falda azul marino por debajo de la rodilla y un
polo celeste de manga corta. Viene de Cuatro Caminos y va hasta la parroquia.
Está tan alborozada por el paseo y el aire libre que no me atrevo a decirle que
se ha ‘desescalado’ tempranamente, por error, en el turno infantil. Aunque, por
la propia esencia de la sor, igual considera que la indulgencia plenaria del
viernes santo le sirve de salvoconducto civil para estos menesteres.
De todos modos, supongo
que por mi propensión al escepticismo, siempre he sentido una inquebrantable fe
en la contracorriente. Bienaventurados sean los perros verdes, milicia que no
se rinde, que no cae en el desasosiego, que desafía el pensamiento uniforme y
que, con su inconformismo, tambalean la tan
sobreactuada e invocada uniformidad dogmática.
Hoy entra aire caliente
por las ventanas abiertas de la casa. Cuando mi vecina Tea y su marido
enfermaron yo preparé ropa por si tenía que salir de urgencia a asistirles.
Sobre el sillón de mi habitación hay un abrigo y un jersey de lana. La
primavera ya ha vencido al invierno y tengo que abrir los armarios. También
tenía, al fin, la libertad de abrir la puerta de la calle. Pero me he quedado
en casa. Quizá estoy ya tan acostumbrada a esta rutina que no me siento
encerrada. Me da cierto temor salir y comprobar que todo vuelve a ser como
antes.