martes, 12 de junio de 2012

Que el amor nos salve de la vida


Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida. El último inquilino de la residencia La Pereda se ha aferrado a las palabras de Neruda y se ha atrincherado en su habitación para impedir que le trasladen a vivir a Laredo, desde donde no podrá compartir sus tardes con Paquita, porque con los cien euros que le quedan de pensión no podrá ir y venir todos los días en el autobús.

La administración dice, con su imperturbable flema tecnócrata, que Ángel, ahora que cierran La Pereda, no puede trasladarse a la cercana residencia de Cueto porque no es una persona dependiente. Pero eso no es cierto, porque depende de Paquita. De esas confidencias y preocupaciones compartidas en los paseos y entre abrazos, de la corriente de emoción que desata por todo su cuerpo el roce de la punta de sus dedos, del tembloroso verbo con el que se susurran al oído palabras de amor, de intercambiar esas miradas enganchadas con las que alimentar el corazón, de encontrarse en el aliento de un café.

Todos nos reconocemos en esa agitación continuada, en esa efervescencia, en ese estado de anhelo, en los suspiros. Escuchar una y otra vez la misma canción que sonaba cuando nos besamos por primera vez. Mirar el teléfono cada minuto con la esperanza de no haber oído la llamada. Sentir que nos tropezamos con él al girar cualquier esquina, e imaginar que se aparece en el reflejo de los escaparates. Sonreír sin motivo, respirar con más ansia, dejar caer todas las barreras, los prejuicios y los miedos. Caminar más ligeros y más alegres. Probarnos todo el armario antes de cada cita. Ser capaces de iluminar un día gris, de adivinar el sol envuelto en la bruma, de estallar en carcajadas sin motivo. Acariciar lo que han tocado sus manos, recorrer las páginas del libro que él ha leído antes intentando arrancar otro sentido a las mismas palabras. Estallar dentro de nosotros mil sensaciones cada vez que nos cruzamos por la calle con alguien que comparte su colonia. Encontrar sentido a los domingos por la tarde. Repetir su nombre por el mero placer de pronunciarlo.

El amor no se puede alegar como causa de dependencia emocional en las casillas de los formularios oficiales, demasiado rígidos como para contemplar una variable sentimental tan poderosa.

Pero ya era hora de la que pasión se convirtiese en noticia empujando a la trinchera de la letra pequeña la insuficiencia del rescate financiero de España, que nos obligará a subir el IVA y a adelantar la reforma de las pensiones; el convenio de acreedores del Racing, el patético apego de Ambrosio al trono de Liberbank o la insoportable levedad del caparazón de Valdecilla.


Desdentados, artríticos, solos y condenados a soportar animadores y gimnasias de mantenimiento, tejiendo objetos imposibles y hasta sin nombre con hilos de plástico de las bolsas de supermercado recicladas, o soportando talleres de recuperación del suelo pélvico. Sin más aliciente que sobrevivir al puré sin sal un día tras otro, yo también me rebelaría para exigir que el amor me salve de la vida.