Si nada nos salva de la muerte,
al menos que el amor nos salve de la vida. El último inquilino de la residencia
La Pereda se ha aferrado a las palabras de Neruda y se ha atrincherado en su
habitación para impedir que le trasladen a vivir a Laredo, desde donde no podrá
compartir sus tardes con Paquita, porque con los cien euros que le quedan de
pensión no podrá ir y venir todos los días en el autobús.
La administración dice, con su
imperturbable flema tecnócrata, que Ángel, ahora que cierran La Pereda, no
puede trasladarse a la cercana residencia de Cueto porque no es una persona
dependiente. Pero eso no es cierto, porque depende de Paquita. De esas
confidencias y preocupaciones compartidas en los paseos y entre abrazos, de la
corriente de emoción que desata por todo su cuerpo el roce de la punta de sus
dedos, del tembloroso verbo con el que se susurran al oído palabras de amor, de
intercambiar esas miradas enganchadas con las que alimentar el corazón, de
encontrarse en el aliento de un café.
Todos nos reconocemos en esa
agitación continuada, en esa efervescencia, en ese estado de anhelo, en los
suspiros. Escuchar una y otra vez la misma canción que sonaba cuando nos
besamos por primera vez. Mirar el teléfono cada minuto con la esperanza de no haber oído la
llamada. Sentir que nos tropezamos con él al girar cualquier esquina, e
imaginar que se aparece en el reflejo de los escaparates. Sonreír sin motivo,
respirar con más ansia, dejar caer todas las barreras, los prejuicios y los
miedos. Caminar más ligeros y más alegres. Probarnos todo el armario antes de
cada cita. Ser capaces de iluminar un día gris, de adivinar el sol envuelto en la
bruma, de estallar en carcajadas sin motivo. Acariciar lo que han tocado sus
manos, recorrer las páginas del libro que él ha leído antes intentando arrancar
otro sentido a las mismas palabras. Estallar dentro de nosotros mil sensaciones
cada vez que nos cruzamos por la calle con alguien que comparte su colonia.
Encontrar sentido a los domingos por la tarde. Repetir su nombre por el mero
placer de pronunciarlo.
El amor no se puede alegar como
causa de dependencia emocional en las casillas de los formularios oficiales,
demasiado rígidos como para contemplar una variable sentimental tan poderosa.
Pero ya era hora de la que pasión
se convirtiese en noticia empujando a la trinchera de la letra pequeña la
insuficiencia del rescate financiero de España, que nos obligará a subir el IVA
y a adelantar la reforma de las pensiones; el convenio de acreedores del
Racing, el patético apego de Ambrosio al trono de Liberbank o la insoportable
levedad del caparazón de Valdecilla.
Desdentados, artríticos, solos y condenados a soportar
animadores y gimnasias de mantenimiento, tejiendo objetos imposibles y hasta
sin nombre con hilos de plástico de las bolsas de supermercado recicladas, o
soportando talleres de recuperación del suelo pélvico. Sin más aliciente que
sobrevivir al puré sin sal un día tras otro, yo también me rebelaría para
exigir que el amor me salve de la vida.