jueves, 12 de julio de 2012

El foxtrot del Titánic

Ayer una señora de Torrelavega ha conseguido que Eon conectase la luz de su negocio después de amenazar con encerrarse en una oficina de la compañía. Llevaba diecisiete días sin luz, pese a que el 25 de junio ya había abonado todas las facturas pendientes. En cuanto la ciudadana montó en cólera un operario le dio al interruptor. Y, así, en unos minutos, se solucionó por la vía de la presión lo que no se resuelve por el camino del sentido común.

Llegará un día en que todos tendremos emular a la señora para conseguir que Eon nos devuelva el dinero que sus facturas erróneas nos estafan un mes sí y otro también, o para simplemente lograr que alguien lea nuestro contador y no estime tanto, y nos cobren lo que consumimos y no lo que especulan su calculadoras. El poder de las compañías eléctricas no lo tiene en este país más que las de telefonía y los bancos: Un trío que nos cobra cada vez más por abusar, estafar y chantajearnos con absoluta impunidad, mientras los políticos se hacen fotos con sus directivos y -para colmo del esperpento- les financian hasta oficinas del cambio climático, como si la corriente que nos enchufan tuviese algo de energía limpia, en el sentido más amplio del término.

Nos someten a un trato despótico y arbitrario, que algunos necios bendicen como liberalismo puro y que se asemeja más a una autocracia mercantil sin parangón en una sociedad supuestamente civilizada. Nos ofrecen contratos falsos que además incumplen, nos obligan a pagar abultadas facturas de gastos eléctricos que no hemos consumido antes de revisar si es un error, nos cobran y devuelven en un vaivén de recibos de lecturas estimadas y desestimadas y, ante la mínima duda o protesta nos cortan el suministro, que se note quien está en posición de exigir.

No es de extrañar que esta señora de Torrelavega haya amenazado con protagonizar un encierro. Lo raro es que no le hayamos secundado los demás. La noticia, por supuesto, no juega hoy la primera división informativa reservada para el rancio y provinciano escaparate de los baños de ola, una celebración vacía de contenido que exalta la historia de Santander ligada a la monarquía, que solo se bañó diecisiete años en la arena de este Cantábrico, soslayando el pretérito ‘sardinero’ del barrio que hoy pretende adornarse con plumas reales para camuflar el olor a pescado que le dio su verdadera identidad.

Esta reiterada y ya cansina exaltación del veraneo real se celebra con disparates tales como un recuerdo para el Titanic, a falta de descubrir nexo histórico alguno entre el baño de ola a la santanderina y el maldito iceberg de las aguas del Atlántico norte. El rigor histórico es lo de menos. También hay exhibiciones de cómo se fabrican las anchoas, actividad, como se sabe profundamente enraizada en el Sardinero, o espectáculos de can-can, swing y foxtrot que no se bailaron nunca en las verbenas santanderinas. Tampoco nunca nadie se tropezó en Santander con vendedores de prensa suplicando a los viandantes: “Cómpreme el periódico que necesito conseguir unos peniques para poder cambiarme de ropa”, moneda británica que los de Santander solo hemos compartido de pequeños en los libros de Enid Blyton.

Pero el periodo histórico comprendido entre 1913 y 1930 da para hacer mucho el ridículo. Hasta el punto de que un año se pagó al programa 'Sálvame' para que Jorge Javier y su ejército de singulares personajes se vistieran de época de ola santanderina, consiguiendo así cotas históricas de descrédito, para una ciudad que se enorgullece y considera un hito que al Palacio de la Magdalena se le conozca como escenario de la serie Gran Hotel antes que como sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, mucho más valorada fuera que en el corazón de los despachos políticos de la ciudad.

Aquí se aplaude todo. Los recortes en el Parlamento, que Berlusconi amenace con presentarse a las elecciones en 2013, el foxtrot del Titanic sobre la arena del Sardinero o la singular muestra expositiva de paneles sobre la peatonalización de la calle Lealtad. No extraña que en Nueva York los chefs estén poniendo de moda la casquería española.