viernes, 13 de julio de 2012

Los descendientes


La hija de Juan Carlos, la hija de Fabra. Son esa categoría de mujeres que solo son en relación a otro, que no tienen entidad propia, que no se pertenecen a si mismas, que ejercen de apéndice, que no son más que el sucedáneo de quiénes las inspiran. Y que, por tanto, son tratadas como un eslabón más de la cadena genética. Son lo que se apellidan y eso es precisamente lo que les impulsa y protege en la vida, una suerte de herencia paterna que prende en esas cabezas mechadas de rubio y que constituye su única carta de presentación. Cómoda y eficaz.

La hija de Juan Carlos es una de esas personas desagradecidas con la privilegiada posición social que le ha otorgado el mero hecho de nacer. Una purasangre real desbocada que se ha conducido como una corrupta, aunque esto no llegue a probarse en los tribunales. Asociada al cincuenta por ciento con Urdangarín han capitaneado una trama de saqueo de dinero público con cuentas en Suiza y miserables episodios de blanqueo a través de ong´s de niños enfermos. Todo presunto, porque oficialmente aún son inocentes. Una privilegiada infanta que ha tenido cuantos caprichos ha querido sufragados con dinero público y que, hasta ahora, disimuló tan bien su avaricia que parecía incluso capaz de vivir de su sueldo.

Parece que nada se ha puesto por delante de la ciudadana Cristina, protegida por el apellido Borbón. A la señora de Urdangarín –pese al discursito de Juan Carlos de que todos somos iguales- se le permite actuar con total impunidad frente a la Ley. Lo ha permitido su padre, quien no es juez pero es parte importante, y no ha movido más que una tímida ficha cuando el asunto ya había estallado, y lo tolera la justicia, que es más grave.

Ayer, sin ir más lejos, la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca dijo que no se va a imputar a la infanta Cristina, porque sería morboso. No porque no haya motivos para hacerlo. Solo por el cotilleo que se podría derivar de la imagen de la Borbón en el banquillo de los acusados. Por esa misma estúpida regla de tres ningún famoso podría ser imputado, por lo que el caso Malaya, la Pantoja y su troupe tendrían que quedar inmediatamente ‘desimputados’, si es que el sentido común y la RAE admiten semejante término y circunstancia.
Esta doctrina también libraría a Rato de responsabilidad en Bankia y animaría a delinquir a todo el que sea hijo de y tenga un apellido importante, que no podrían responder ante la Ley por si acaso hablan de ellos en 'Sálvame'.

La otra hija de que es noticia se llama Andrea Fabra, y es la primogénita de ese señor con gafas ahumadas que se conduce en democracia con los mismos hábitos adquiridos en el antiguo régimen. Andrea Fabra es diputada, como podría haber sido azafata de vuelo en el aeropuerto sin aviones de su padre. Ese hombre imputado por cohecho, tráfico de influencias y fraude fiscal a quien todas las navidades le toca la lotería. La diputada Andreíta, que ayer rugió un “que se jodan” desde su asiento del hemiciclo cuando se aprobaron los recortes para quienes cobran el subsidio de desempleo, es el último eslabón -esperemos que sin continuidad- de una generación de políticos Fabra que se remonta al siglo XIX, y que ya va siendo hora de que se oxigene.

La verdad es que antes soportábamos a la nietísima, con aspiraciones de reinar al lado del primo de Juan Carlos, y ahora nos tortura la generación de hijísimas. En este país el mejor curriculum es el apellido. El Gobierno de Rajoy ha colocado a sus descendientes, a los hijos de Esperanza Aguirre, Eduardo Zaplana, Marcelino Oreja, Leopoldo Calvo-Sotelo y Jesús Cardenal; una sobrina de Fraga, un cuñado de Cañete, un concuñado de Montoro, la exmujer de Rato, un hermano de Cospedal, otro de Rodríguez Ponga y un tercero de Álvaro Nadal, y la novia de Feijóo. Es la genética democrática, que también se hereda en la sangre, como en las mejores familias dinásticas.