Quien tenga un millón y medio de
euros puede emular a Onassis, propietario de la paradisíaca Skorpios, y
adquirir una de las veinte islas griegas que la crisis ha puesto en venta a
precio de saldo. Tener una isla es tal vez el mayor signo de opulencia y
vanidad que se pueda dar. Es una especie de capricho, rémora de ese señorío
feudal tan dependiente de la extensión de sus tierras, que tiene un significado
especial ajeno a la falta de glamour de los grandes terratenientes como la
duquesa de Alba.
El precio de estas porciones de
Mediterráneo griego son una auténtica ganga, si se tiene en cuenta que hace dos
años, en España, se pedían seis millones de euros por un pequeño islote en
Menorca propiedad de la familia balear Roca que, finalmente no se llegó a
vender por presiones del Gobierno.
Una porción de tierra en el mar
garantiza independencia, aislamiento, y simboliza un poco esa fiebre
individualista que desde hace tiempo condiciona el urbanismo de las ciudades que
ahora se conquista en forma de urbanizaciones cerradas donde los niños ven el
mundo a través de una verja. Los barrios, la calle, son señas de identidad de
un tiempo pasado porque ahora los espacios urbanos y rurales se siembran de
urbanizaciones privadas, con vallas, cámaras de seguridad, alarmas y
complicados códigos de acceso. Incluso en el corazón de la ciudad proliferan
esas islas, esas peceras que satisfacen el deseo de propiedad de sus vecinos y
que les aíslan de los demás en función de la categoría social del recinto que
habitan.
Cada vez más zonas de expansión
de las ciudades son barrios vacíos, ausentes, deshabitados. Los vecinos salen y
entran en coche de los garajes de las urbanizaciones, y ya nadie callejea, ni
pasea, a menos que tenga perro, aunque también éstos suelen respetar el perímetro
vallado de su propiedad como evitando esa contaminación con otras especies
urbanas.
Nos criamos como el quebrantahuesos
Atilano, en la más absoluta cautividad, sin que eso sea bueno o malo, simplemente
un raro empeño por tratar de poner fronteras a un mundo tan grande. Atilano
tiene que aprender ahora a vivir en libertad. Como muchos de nosotros que nos
consideramos más libres en cautividad, cobijados en nuestra urbanización, en
nuestra isla aislada, en nuestro territorio propio. Pero eso no es más que
habitar una burbuja, eso nos hace prisioneros no independientes. Qué pequeña es
la luz de los faros de quien sueña con la libertad, dijo Sabina.