martes, 9 de octubre de 2012

Ahora que las letras no viajan en papel


Hoy he leído que se celebra el Día Internacional del Correo, y no he tenido que esforzarme por rescatar del álbum de recuerdos cuando fue la última vez que eché una carta al buzón.
Era un amargo septiembre. Ese otoño que conquista los últimos días de verano a la orilla del Cantábrico había oscurecido aquella tarde ya fría. Me abrigaba un jersey de punto de cuello alto. Aún puedo sentir su tacto sobre mi piel. Negro. Como el áspero regreso a Santander que apagó la luz de ese cálido septiembre en Madrid. Volver. Diecisiete años más tarde ese retorno aún fue un error. Fue la última vez que escribí una carta. Aún hoy soy capaz de reproducir su contenido en mi memoria con extraordinaria lucidez, tal vez porque arañé el papel con palabras amargas y desordenadas que fueron envenenando párrafos, brotando a borbotones. La escribí con urgencia, con la misma diligencia la envolví en el sobre y lamí sus labios acres para sellarla, para que aquella intimidad que respiraba no escapara por ninguno de sus poros. Apenas cinco minutos más tarde la entregué con decisión a la boca del león del buzón de Correos, ahora tan hambriento de correspondencia.
Después regresé a casa. “Te he mandado una carta”, le dije por teléfono. Nos escribimos esas cosas que nunca nos dijimos, y de las que por supuesto nunca hablamos. Antes el tiempo transcurría más despacio; y la distancia, las ausencias y las esperas fracasaron una relación extraña que solo asomaba en las letras. Hoy la respuesta a mi carta, dos folios gastados por sucesivas lecturas y miradas, se guarda al calor de una vieja caja de zapatos forrada con papel de regalo, arropada por docenas de sobres con sus sellos gastados, correspondencia sentimental que aún cruje cuando la releo, cuando me parece descubrir en ellas una nueva lectura, un nuevo matiz. Si mi vida prendiese en llamas me abrazaría a esta caja de zapatos llena de palabras.
Ahora que las letras ya no viajan en papel. Ahora que no se envuelven en cálidos sobres que se van curtiendo en el trayecto y que llegan a las manos del destinatario con huellas y olores ajenos. Ahora, todos los septiembres, cuando prende el otoño, transito por pretéritas veredas. Cada vez con más melancolía y menos entusiasmo.
Petronio decía que escribir una carta es una excelente manera de trasladarse a otra parte sin mover nada, salvo el corazón. Un pedazo del mío viajó en aquella carta, a cambio, custodio otro trozo del corazón de aquel raro destinatario.