lunes, 29 de octubre de 2012

Sesenta minutos


Sesenta minutos y también uno solo de ellos pueden cambiar la vida de cualquiera. El sábado, la atávica e inútil costumbre nos regaló una hora de más para que amanezcan más temprano el día y la noche. Retrocedimos en el tiempo pero no pudimos aprovechar el vacío en el tiempo para repetir o modificar nuestro destino durante este bucle de sesenta minutos. Porque estábamos durmiendo.

A la mañana siguiente todo parecía igual, probablemente únicamente fue una noche más larga. Pero al despertar, Aznar había tenido un ataque de gastroenteritis. El Borbón –que mete ya casi tanto la pata como Carmen Sevilla en el Telecupón- dijo que España desde fuera se ve mejor, pero que dentro dan ganas de llorar. El Gobierno había creado una célula de crisis contra la independencia catalana liderada por Gallardón. Se supo que cada español ha aportado 1.846 euros para sanear bancos podridos. La Guardia Civil penalizó a dos agentes con 240 euros por poner pocas multas. Muchos ucranianos vendieron su voto para elegir presidente en Internet por 30 euros. Una agencia de adulterios utiliza la imagen de la Reina Sofía como gancho. Un señor del PP dice que los ciudadanos que se manifiestan contra los presupuestos del Gobierno son personas aburridas y antisistema. Detienen a un periodista griego por publicar la lista de 2.049 evasores fiscales. Una ONG es condenada a pagar tres mil euros por pedir información al Gobierno. Funcionarios de Hacienda visitarán negocios que tengan deudas fiscales y les embargarán la caja del día. Y un tipo extraño se ha operado la lengua para hacerla bífida.

Hemos desperdiciado los sesenta minutos de propina que nos regalaron ayer, y que se han precipitado, como todos, por el esperpéntico agujero negro de la realidad y la rutina.  
Una hora de más no cambia el mundo, aunque puede cambiar el de cada uno de nosotros. Nos dan una noche con una hora más, que nos atropella entre sueños.
Si hay que regalar tiempo, yo prefiero la luz. Que los relojes se paren y que todo tiempo se congele. Que se interrumpa todo, como si nada hubiese. Que no circulen los coches ni los aviones. Que se queden mudos los políticos, vacíos los mercados y bares, paradas las fábricas. Que todo permanezca inmóvil. Y que cada uno de nosotros disfrute de este tiempo puro que tanto anhelamos. Disfrutaría de un paseo, de un abrazo. De una mirada. De la compañía del otro. Contemplaría el mar. Aspiraría el aire con más fuerza que de costumbre. Ensayaría más sonrisas.
África lo define con una frase preciosa. Vosotros, los europeos, tenéis los relojes. Pero nosotros tenemos el tiempo. Y somos el tiempo que nos queda, como acertó a explicar Caballero Bonald.