martes, 13 de noviembre de 2012

Los abrazos artificiales


Leonardo Da Vinci defendía que todo nuestro conocimiento proviene de las sensaciones.  Cierto es que no recordamos todo lo que vivimos, sino solo aquello que nos hizo sentir algo, que nos impresionó, conmovió, sacudió, emocionó o sobresaltó. Probablemente la memoria los guarda por eso, por su capacidad de estímulo, porque de una u otra forma son situaciones que nos causaron una potente sensación.

Eso explica que dos personas que han compartido una misma situación, en realidad no han vivido lo mismo. El recuerdo que guarda cada una depende de las emociones que le provocó. Dos personas que sufren la misma experiencia reaccionan de manera diferente, en función de cómo le afecta, que es lo que determina la reacción. En cada uno de nosotros deja una huella.

Hasta ahora se ha exaltado la sociedad del conocimiento, la sociedad inteligente, cuando en realidad solo necesitamos entornos emocionalmente amables. Primero hemos pagado por tener, luego por saber y ahora por sentir.
La falta de humanidad de la sociedad se exhibe sin complejos en un peculiar negocio, una empresa de caricias, donde a uno le hacen arrumacos por un puñado de dólares. La iniciativa responde al pavoroso nombre de El acurrucadero y ofrece sesiones de mimos por horas que, dicen, refuerzan la autoestima y el sistema inmunológico. En realidad confirma que estamos repletos de objetos y de desnudos de afectos. Ya sabíamos que el sexo tiene precio. Pero ahora se compran hasta los abrazos. Falsos y desconocidos. Huérfanos. Pasajeros y rápidos. E inútiles. Porque poco efectivos pueden ser los abrazos artificiales, sin sentimientos.