lunes, 12 de noviembre de 2012

Los buenos periodistas


Los buenos periodistas son incómodos para el poder y, por tanto, incluso a veces para la propia mano que les da de comer: El dueño del medio de comunicación de turno, quien no arriesga su dinero para contar la verdad, sino para hacer negocio bien sea en forma de beneficios directos de tipo económico, o de resultados derivados de la influencia que ejercen sobre quienes nos gobiernan, que a la postre deviene en lo mismo.

Los grandes grupos de comunicación utilizan su poder para influir, e influyen para ganar dinero. Pero algunos lectores de periódicos, corrompidos por una ingenuidad casi genética, elegimos militar bajo una cabecera, la que nos reafirma en nuestras opiniones, pensando que es más libre, más independiente, más veraz y más honesta que su competencia. Por eso lo elegíamos en el quiosco, porque esperábamos que no nos engañase con silencios,  porque nos creíamos toda la tinta que destilaban sus páginas.

Acaso alguna vez fue así, cuando confluyeron los intereses de los propietarios del medio y de sus lectores en la conquista de la democracia. Pero hace mucho tiempo que esa transparencia solo se aplica a los intereses del equipo rival, no al de casa, y los trapos sucios que se lavan son lógicamente ajenos. Y hay que leer entre líneas para acercarnos a la verdad, navegar entre titulares encontrados y, sobre todo, cotejar, que es algo que deberían hacer los periódicos y que, ahora, hace el lector buceando por otros medios para contrastar la información que fluye de manera casi libre por el ciberespacio. Por eso somos menos fieles y más escépticos a la tipografía que nos ha acompañado desde siempre y que, en muchas ocasiones y en los últimos tiempos, tampoco se ha respetado a si misma.

Pero hay un oasis de esperanza que son los apellidos de la información, de las crónicas, de los análisis, de las entrevistas y reportajes. Aunque hemos dejado de creer en la cabecera podemos seguir creyendo en quien firma. Podemos confiar en los veteranos periodistas a quienes hemos leído estos años y que nunca nos fallaron. Esos tipos incómodos que todavía salen a la calle y que todas las mañanas nos cuentan cómo huele y duele la vida.

Ahora que agoniza El País más que huérfanos nos sentimos decepcionados. Algunos ya lo estábamos hace tiempo. Cuando los periodistas les empezaron a parecer demasiado incómodos y necesitaron adiestrar a su propio ejército de plumas dóciles salidos de cualquier facultad menos de la de periodismo. Técnicamente perfectos, pero sin alma ni vocación. Nada se dijo cuando se empezaron a fabricar ‘productores de contenido’ y no periodistas, que trabajan en redacciones que ahora son ‘laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores’, que dice García Márquez.

Y, hoy, aquí están sus efectos. Los periodistas no hacen falta. Se puede ganar más con una cuadrilla de becarios procedentes de otras disciplinas adoctrinados para firmar lo que sea por una miseria sin moverse de la redacción. A eso, ahora El País, le llama periodismo. Falta ver cómo los califican sus lectores.