lunes, 21 de enero de 2013

La lectora de sueños


He leído en el periódico que se buscan voluntarios para leer, para narrar historias a otras personas que no pueden disfrutar del placer de leer pero si de escuchar. Siempre he querido ser los ojos de otro, recorrer esos párrafos literarios que me han emocionado tanto, compartir las mismas emociones que destilan los narradores y poetas con los que he crecido, descubrirle nuevas lecturas y palabras, narrar historias, descorchar su imaginación, dejar que broten sensaciones, conquistar sueños.

Una vez quise cumplir ese sueño, quise crear mi propio personaje de una novela en construcción. Hoy en día, con esa cursilería tan propia de esta sociedad sin imaginación, dirían que sufrí un arrebato emprendedor, que no prendió -ya avanzo- porque solo fue una quimera y nunca un negocio.

Estudiaba un master en Madrid que me costaba mucho pagar y a la abogada con la que compartía piso se le ocurrió montar un negocio de lectura a domicilio. Así lo hicimos. Diseñé un anuncio en un ordenador que hoy me parece prehistoria y comencé a buzonear por las casas de la Colonia de El Viso, en Madrid, vecinos ricos, entonces, de nuestro modesto piso de alquiler en una de las costillas del esqueleto de Avenida América. Decía algo así como “Lectores a domicilio. Susurramos poemas, corremos aventuras, viajamos, provocamos lágrimas y risas, construimos sueños”, y concluíamos con una frase que nos suministró la memoria de un conocido: “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”.

Nadie llamó. Se sucedieron los días y olvidamos aquella fracasada iniciativa. Una perezosa tarde de julio, cuando Florentino Ariza consumido por la fiebre del amor escribía su primera carta a Fermina Daza, esa mujer que parece que solo existe porque él la inventa en sus sentimientos, sonó el timbre del teléfono y volví al presente.
Una voz de mujer preguntó por los lectores a domicilio y dijo que estaba interesada en soñar desde su butaca con alguna aventura que ya no podría vivir. Me pareció la clienta ideal. Quedamos al día siguiente. La señora vivía en uno de aquellos coquetos chalet de El Viso cercados con una impresionante muralla blanca. Siempre la encontré sola. En un salón acristalado invadido por cuadros, plantas, libros, alfombras y tapetes. Había mucho de todo. Era una estancia abigarrada, pero sobre todo demasiado abrigada para aquellas tardes de verano marchitadas por el sofocante calor de Madrid.
Ella no dejó que yo leyese alguno de mis fragmentos preferidos de libros, que es una de mis aficiones, releer los párrafos que más me gustan y que están señalados en toda mi biblioteca. Tampoco me permitió elegir un libro, ni siquiera un autor. Con un gesto sobrio me señaló una novela que descansaba sobre un sofá tapizado con desagradables escenas de caza. Olía poderosamente a nardos. Aún hoy ese aroma me transporta a ese sofá.
La novela resultó ser muy floja, lo cual para mi fue una enorme decepción. Aspiraba a relatar la vida recatada de una señorita de provincias, poco estimulante intelectualmente y demasiado puritana. Los primeros días apenas leía un cuarto de hora, me pagaba y me despedía. Ni siquiera a ella parecía apetecerle demasiado esta lectura.

Sin la literatura solo se vive una vida, que es la nuestra, pero los libros nos permiten vivir muchas más a través de las vidas de otros. Puedo envolverme cada día en una piel distinta, y llenarme el corazón y la cabeza de sentimientos y razones que no conozco, mientras voy forjando en mis sueños un paraíso artificial que se construye a medida que mi mirada va conquistando párrafos. Me alimento de palabras que van modelando mi vida, de experiencias de los personajes creados por el escritor, de las razones del poeta, de las contradicciones del ser humano, de las lágrimas y las risas del novelista. De tormentas, de aventuras, de incertidumbres, de amor. De todas las pulsiones que estallan al abrir la tapa de un libro.

La tercera tarde de tedio y calor me vino a la memoria la cita de un escritor americano: No hay dos personas que lean el mismo libro. A partir de entonces decidí que podía apropiarme de él y empecé a inventarme párrafos de la historia. Al principio hacía tímidas incursiones por mi cuenta. Añadía frases más sentimentales, juicios más feroces. Corregía sobre la marcha algunas decisiones de la protagonista, que ahora se rebelaba como una mujer con poderosa personalidad.
Con el paso de los días fui cogiendo confianza y al final de la semana aquella bazofia de novela se había acabado, pero yo seguía sosteniendo el libro entre mis manos leyendo páginas inexistentes, improvisando escenas y diálogos, construyendo una historia en la que yo misma estaba misteriosamente atrapada.

El problema fue que aquella mujer quedó prendada de la historia. Y cuando por fin aquella heroína que inventé dio su último suspiro, la señora quiso volver a leer aquel libro, aquel que no existía porque yo me lo había inventado. “Quiero escuchar otra vez el mismo. Ha sido una lectura preciosa”, exigió.
Al día siguiente, a la hora acordada, aquel sofá tapizado de escenas de caza estaba vacío. Así siguió un día tras otro. No pude volver. No quise reconocer que aquel libro no existía y que tampoco la memoria me bastaba para recuperarle. Aunque, en realidad, tampoco importaba, porque como dice Bioy Casares, el recuerdo que deja un libro es más importante que el libro en si.