jueves, 18 de abril de 2013

Primera sesión en la fila nueve del Renoir


Fue una tarde cálida y gris de octubre. El olor de aquella sala, fila nueve, primera sesión, hoy sigue pegado a mi piel. Mi primera tarde en Madrid. Mi primera visita a los Renoir. Mi primera vez sola en el cine. Había aterrizado la noche anterior en el piso que compartí con dos compañeras, con quienes, entonces, por las noches, en eternas conversaciones, inventábamos con el humo de un cigarrillo un futuro que aún estaba por escribir.

Un tiempo a estrenar, en el que la vida se deslizaba a toda velocidad ante mis ojos multiplicando sensaciones y experiencias. Sin red. Sin manta y sin frío. Cuando se alcanzan los sueños sobre almohadas de seda, y los temores se diluyen en una impetuosa efervescencia. Se viaja en trenes llenos de pasajeros que frenan en todas las paradas. Se escriben diarios, se mezclan lágrimas y carcajadas.

Aquel tiempo excitante, volcánico, repleto de inexplorado placer y emoción. Cuando de verdad nos tragamos el presente sin la nostalgia del pretérito y la ambición de futuro, con atropellada impaciencia e inexperiencia.
Con la desnuda vehemencia, la brutal inocencia que evoca el olor de aquel solitario patio de desgastadas butacas rojas, donde se forjaron algunos de esos sueños y donde viví tantas vidas de otros. Me probé otros nombres, me fundí en otra piel. Aquella enorme pantalla donde se asomaron lágrimas, risas, abrazos, gritos, dolor y susurros, violencia, calor, injusticias, amor, temor y desengaños. Un combate de miradas y deseo de apabullante intensidad. La vida y la muerte, a través de ese hilo tenue sobre el que se conducen, se batían en los diálogos y se agitaban en las miradas de los protagonistas de aquel guión. Aquella tarde cálida y gris de octubre. Cuando, aún, tomarse la vida en serio era un perfecto disparate.

Todo era oscuridad y silencio fermentado con un penetrante olor a cine viejo. La película crepitaba al iluminarse en el proyector que destilaba un rumor sordo en aquella sala vacía. Fila nueve. Primera sesión. Un cine vacío, una película contada solo para mi. Hasta que apareció aquel tipo extraño con las manos en los bolsillos del pantalón, de donde nunca parecían querer salir. Se sentó, esa vez y las sucesivas, en la misma butaca, la primera del pasillo, en la fila siete. Y me causó la misma inquietud todas las tardes de aquel otoño, las más oscuras del invierno y las que iluminó la luz de la primavera siguiente, hasta que el verano se fundió en el atardecer de una ciudad del norte.

Dibujaba su perfil en la oscuridad de la sala. La barba recortada, el desaliñado cabello, el involuntario movimiento de sus pómulos que provocaban las escenas de amor en la pantalla. Compartíamos sala en soledad y en silencio. A veces, siempre a oscuras, él giraba lentamente la cabeza hasta enfrentarse a mi rostro, mientras yo sostenía la mirada ciega que intercambiábamos y que resultaba desconcertante.

Frecuentábamos también el Cine Dore donde coincidíamos como perfectos desconocidos y alimentábamos el ritual de mirarnos sin vernos. Esperábamos a que se apagase la luz para ser otros, cada día con una piel distinta. Compartíamos la ficción de cada película que veíamos y supongo que nos imaginábamos protagonistas de cada guión. Yo siempre dejaba que abandonase la sala el primero, cuando volvíamos a ser nosotros y no quienes fingíamos ser. Salía con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada, con ligereza pero sin prisa. Estallando cada paso sobre el suelo viejo de aquel Renoir. Siempre anhelando que aquellas pisadas rompiesen el compás para encaminarse hacia mi, como nunca pasó. Siempre la misma sala. Nunca fallamos un estreno.

Todo lo que destilaba aquella pantalla de cine penetró en mi en aquella desgastada butaca roja. Nos habíamos impregnado de su olor después de tantas tardes de cine compartidas. Años después me lo tropecé en un tren, en uno de esos viajes sin apetito de destino. Bajé rápidamente la vista y tropecé con sus manos, esta vez sin bolsillos, y descubrí atónita que viajábamos con el mismo libro. Noté que él miraba mi ejemplar con similar aturdimiento. Con total naturalidad ocupé mi asiento. El 9A. Dos filas por delante reconocí aquel desaliñado cabello. Solo volvió la cabeza cuando el tren atravesó un túnel, como en la oscuridad del Renoir, y me quedó la duda de quiénes fuimos durante los segundos en que sostuvimos aquella mirada. Desapareció en el andén de la siguiente estación.

Siempre que vuelvo sola a Madrid me siento en aquella desgastada butaca roja y miro a oscuras el vacío de su ausencia en la fila siete. Entonces pienso que soy los libros que he leído, el cine que he visto, las palabras que nunca dije y los abrazos que nunca di.

Recuerdo perfectamente que la primera película que compartimos en los Renoir acabó en puntos suspensivos, que es como discurre la vida para quien se arriesga a vivirla en versión original.