Abro los ojos sobresaltada. Alguien llama a la puerta.
No veo nada desde la mirilla. Pregunto quién es y solo responde la música de
la lluvia sobre la ventana de la escalera. Aturdida, miro el reloj. Son las
nueve de la mañana. Demasiado pronto para estos días sin horas. Espero en silencio
de pie, a un palmo del pestillo, aún en pijama, hasta que finalmente me retiro
con pasos sigilosos para que no me escuche la nada que espera agazapada al otro
lado de la puerta.
Pasa un rato y suena el teléfono. “Te he mandado a
Paco con unos sobaos”, dice mi vecina Petrita. Abro la puerta y aparecen colgados
del pomo en una bolsa de plástico. Para Petrita –que por determinación propia
todos los años cumple 89- los sobaos son medicinales. Abren el apetito de un
enfermo, mejoran la apendicitis y los esguinces. Cómo no iban ser los sobaos de
Petrita antídoto contra el coronavirus. Siempre manda media docena. Los trae Paco
‘el invisible’, portero del edificio. Deja los sobaos como quien mete un
anónimo por debajo de la puerta y se esfuma. Una vez, cuando mi madre padeció
una de sus largas convalecencias, se nos llegaron a juntar seis docenas y
media. Era imposible digerir el generoso ritmo de Petrita.
Aprovecha, y me da conversación. “Asómate, que así nos
vemos mientras hablamos”. Cuando me acerco al ventanal la veo en el tercer
piso del edificio azul. La distancia no me permite adivinar si está sonriendo,
pero veo su mano saludando con efusivo ritmo. A Petrita le encanta la cultura
del visillo. “Llevo yo mucha ventana”, me dice simpática. Me confiesa que el
ruido de los aplausos de las ocho trastorna a las gaviotas que empiezan a volar
y a chillar sumándose a la algarabía, “por eso no salgo, me da miedo”.
Metida ya en confidencias le pregunto si sabe quién
vive en el balcón de barandillas blancas. “Si, si” –empieza con entusiasmo- “encima
de la joyería, que esa fue de unos amigos de mis padres que, verás, te voy a
contar”. Me voy a por el plumero y largo rato después de haberme contado todos
los inquilinos que ha tenido el edificio desde 1943, concluye: “pero no te se decir
quién vive ahora allí” y cambia de tema instantáneamente. Según ella, estando
bien alimentados no entra la peste, por eso no teme al coronavirus. Pero no le gusta que digan que es una
enfermedad de viejos.
Me despide anunciándome más suministros de sobaos que,
en estos tiempos de confinamiento, Paco el invisible debe conseguir de
extraperlo.
Mi conversación con Petrita me lleva a una reflexión. No
hace tanto, los jubilados salvaron de la crisis a hijos y nietos. Antes
resistimos gracias a sus pensiones y ahora se les lleva a ellos por delante el
maldito coronavirus y los telediarios nos predican que son mayores, como si
eso justificase el sentido de su acelerado final.
Nuestra memoria es frágil. En la crisis también
utilizaron la economía contra nosotros, contra las personas. Y hoy, leo con
desasosiego que algunos insisten en tropezar con la misma piedra, en volver a
poner la economía por delante de la salud y de la vida. Algunos que se
consideran inmortales, predican desde las atalayas utilitaristas y despiadadas en
las que habitan, desde donde no pueden ver lo que todos tenemos delante de los
ojos. Esta vez, todos somos vulnerables.
Siempre la economía. Por delante de la vida, por delante del futuro del planeta. Ayer pensaba
cómo saldremos de esto, que pasará después del primer día de alborozo. No hace
falta esperar a que todo acabe. Ya se han anticipado a recordarnos que tenemos
que sacrificarnos por la economía. Otra vez.