lunes, 30 de marzo de 2020

DÍA 15: La llamada



Abro los ojos sobresaltada. Alguien llama a la puerta. No veo nada desde la mirilla. Pregunto quién es y solo responde la música de la lluvia sobre la ventana de la escalera. Aturdida, miro el reloj. Son las nueve de la mañana. Demasiado pronto para estos días sin horas. Espero en silencio de pie, a un palmo del pestillo, aún en pijama, hasta que finalmente me retiro con pasos sigilosos para que no me escuche la nada que espera agazapada al otro lado de la puerta.
Pasa un rato y suena el teléfono. “Te he mandado a Paco con unos sobaos”, dice mi vecina Petrita. Abro la puerta y aparecen colgados del pomo en una bolsa de plástico. Para Petrita –que por determinación propia todos los años cumple 89- los sobaos son medicinales. Abren el apetito de un enfermo, mejoran la apendicitis y los esguinces. Cómo no iban ser los sobaos de Petrita antídoto contra el coronavirus. Siempre manda media docena. Los trae Paco ‘el invisible’, portero del edificio. Deja los sobaos como quien mete un anónimo por debajo de la puerta y se esfuma. Una vez, cuando mi madre padeció una de sus largas convalecencias, se nos llegaron a juntar seis docenas y media. Era imposible digerir el generoso ritmo de Petrita.
Aprovecha, y me da conversación. “Asómate, que así nos vemos mientras hablamos”. Cuando me acerco al ventanal la veo en el tercer piso del edificio azul. La distancia no me permite adivinar si está sonriendo, pero veo su mano saludando con efusivo ritmo. A Petrita le encanta la cultura del visillo. “Llevo yo mucha ventana”, me dice simpática. Me confiesa que el ruido de los aplausos de las ocho trastorna a las gaviotas que empiezan a volar y a chillar sumándose a la algarabía, “por eso no salgo, me da miedo”.
Metida ya en confidencias le pregunto si sabe quién vive en el balcón de barandillas blancas. “Si, si” –empieza con entusiasmo- “encima de la joyería, que esa fue de unos amigos de mis padres que, verás, te voy a contar”. Me voy a por el plumero y largo rato después de haberme contado todos los inquilinos que ha tenido el edificio desde 1943, concluye: “pero no te se decir quién vive ahora allí” y cambia de tema instantáneamente. Según ella, estando bien alimentados no entra la peste, por eso no teme al coronavirus.  Pero no le gusta que digan que es una enfermedad de viejos.
Me despide anunciándome más suministros de sobaos que, en estos tiempos de confinamiento, Paco el invisible debe conseguir de extraperlo.
Mi conversación con Petrita me lleva a una reflexión. No hace tanto, los jubilados salvaron de la crisis a hijos y nietos. Antes resistimos gracias a sus pensiones y ahora se les lleva a ellos por delante el maldito coronavirus y los telediarios nos predican que son mayores, como si eso justificase el sentido de su acelerado final.
Nuestra memoria es frágil. En la crisis también utilizaron la economía contra nosotros, contra las personas. Y hoy, leo con desasosiego que algunos insisten en tropezar con la misma piedra, en volver a poner la economía por delante de la salud y de la vida. Algunos que se consideran inmortales, predican desde las atalayas utilitaristas y despiadadas en las que habitan, desde donde no pueden ver lo que todos tenemos delante de los ojos. Esta vez, todos somos vulnerables.
Siempre la economía. Por delante de la vida,  por delante del futuro del planeta. Ayer pensaba cómo saldremos de esto, que pasará después del primer día de alborozo. No hace falta esperar a que todo acabe. Ya se han anticipado a recordarnos que tenemos que sacrificarnos por la economía. Otra vez.