Han empezado a caer gotas que resbalan como lágrimas
por los cristales. Es el primer día de lluvia del confinamiento y casualmente –por
poco poético que resulte- he puesto la lavadora. Así que me asomo al patio,
alborotado por las prendas que cimbrean desde los tendales y las exclamaciones de
las vecinas que, apresuradas, extienden plásticos, retiran pinzas y miran al
cielo para leer en las nubes si a va a prosperar el aguacero. Algunas comentan que
nos van a ‘geolocalizar’ los móviles. Me divierte su preocupación, cómo si nuestros
movimientos, en este patio de vecinos, fuesen a interesar a alguien en este
estado de monotonía.
Una vez aviados los tendales se cierran las ventanas y
se hace el silencio. Es media tarde, me siento en el sillón del ventanal frente
al cielo gris. Saco el teléfono del costurero. Lo castigo ahí para que no me distraiga,
para poder leer del tirón un periódico o escribir sin perder el hilo. Empecé a
aplicar esta terapia el día 5 del confinamiento, desesperada por el desbocado
torrente de mensajes que era incapaz de procesar. Me angustió, además, tanto
material vinculado a los maléficos virus. También recibo más llamadas. Cuando
se anticipan largas, algo frecuente estos días, he tomado la
determinación de coger el plumero. Herramienta que me encanta. Tengo uno, seguramente
de auténticas plumas falsas de avestruz. Así que, cuando me reclama el teléfono
tomo el fusil de combate y quito el polvo mientras alimento la conversación. Lo
cual resta tedio a la operación. A veces, a ambas.
Anoche, por ejemplo, quedó reluciente hasta la lámpara
de bronce de la abuela Estrella, que sigue prendida del techo como un faro. Mi
abuela tenía una memoria prodigiosa hasta que un día empezó a funcionar al
revés. El pasado se hizo presente y el presente no existía, por cuanto ella vivía
en un recuerdo. Se alteró la línea del tiempo, lo cual nos pareció siempre extremadamente
inquietante.
Una mañana la abuela Estrella preguntó quién era esa mujer que la
miraba fijamente desde el espejo, incapaz de descifrar su propio reflejo.
Tuvimos la certeza de que ya no regresaría de aquel viaje al recreo de su
infancia, a donde hasta entonces emigraba repentinamente en mitad de una
conversación.
Al principio, a ratos, la abuela era la niña que jugaba en el corral
de la casa donde creció. Vivía un presente con atormentados saltos al pasado.
Un combate con la memoria que mantuvo durante años amargos.
Creía habitar otro cuerpo, se acariciaba unas trenzas invisibles y
llamaba a sus padres que desde este lado del espejo, que nosotros tomamos por
real, no podían acudir a consolarla. Nos convertimos en extraños para ella,
puesto que regresó a un pasado en el que aún no existíamos.
Empezó a vivir en un mundo propio. Creía que su habitación era el
patio de su infancia, que las gallinas corrían por el pasillo de casa
picoteando los geranios, que su hermana Concha pronto regresaría de la escuela
para jugar. Descubrimos que para ella era un doloroso desconcierto tratar de
arrastrarla de vuelta al presente, así que nos enredamos en aquella fantasía.
Poco a poco fueron menguando los relámpagos de lucidez. Después, solo
hubo ausencia. Un silencio que dibujó en su rostro el desamparo, un ánimo
inexpresivo, como si Estrella ya no habitase en él.
Durante estos años a veces nos apretaba la mano y parecía hablarnos
con los ojos desde algún rincón del olvido. Nos preguntábamos qué sentía
aquellos días mudos, si fue plácido el letargo que la meció en la cuna de su
segunda infancia. Quizá solo podemos aliviar la enfermedad del olvido alumbrando
infancias felices. Para que tengan un recreo y no un infierno al que acudir si,
algún día, los años les llevan de regreso a esa patria.
Se apagó un día de Navidad. La niña de las trenzas que no se reconoció
en el espejo de su vejez. Aquel día que no nos atrevimos a decirle: ‘Así serás tú
de mayor’.