Me levanto contenta porque tengo
una misión. Un reto. El viernes, hace ya seis días, fui a la compra para conseguir
provisiones y atrincherarme en casa. Como ese día todos debimos trazar el mismo plan había muchas estanterías huérfanas. Fui de un supermercado a otro y, al
tercero, en ausencia de otro género, conseguí una bandeja de carne para estofar, que era lo
único que quedaba.
Al llegar a casa comprobé con extremada reticencia la fecha
de caducidad, pues me extrañó que aquellos pedazos de carne hubiesen quedado
allí, repudiados, cuando se habían extinguido hasta las chuletas de Sajonia.
Así que ahora tengo en mi nevera una
victoriosa carne de estofado que no se estofar. Yo, una persona alérgica y ajena a los fogones e inmune a la fiebre culinaria de gastrosabios. Consciente del desafío al que me enfrento he pedido una receta que le sale estupenda a mi
hermana. La madre de Arturo, el niño que -bendita sea la infancia- no distingue chinos de españoles.
No quiero pedir comida a domicilio. Porque imagino a los
repartidores sufriendo el pánico al contagio cada vez que llaman a una puerta
de personas como yo, que habitamos en los algodones del confinamiento.
Supongo que en la cocina no
tienes problemas mientras sigues las normas de la receta. Pero yo milito
en el escepticismo crítico de Cortázar y siguiendo su credo no estoy hecha “para que las cosas me
sean dadas”. Así que he puesto en cuestión los ingredientes. El apio, que me parece
absolutamente aborrecible, y la cantidad de guisantes y zanahorias, a mi
parecer derrochadamente generosa.
Ante la receta, medito. ¿Desobecerla
es la puerta para crear nuevos sabores? ¿o solo podemos apelar a la desobediencia
ética cuando consideramos una receta injusta? ¿es lícito incluir el
desagradable sabor del apio, enemigo del paladar?
Desordenar las instrucciones,
desafiar lo conocido… Durante nos instantes, delante de cuatro zanahorias
desnudas y mutiladas, reflexiono sobre la oportunidad que se me abre de cambiar
las cosas, de mejorar el estofado.
Es un riesgo, como toda la revolución.
¿Debo
acatar la receta y respetar la cantidad de zanahoria que recomienda? ¿Elimino
el apio si lo considero maligno? ¿Sigo mi instinto, o hago caso a la ley
escrita del estofado?
La zanahoria, en realidad, bien
pudiera ser una trampa, un ingrediente metáfora. Puesto que llevan años
amarrándola al palo que nosotros seguimos, y que en esta ocasión –tras la
crisis, el rescate, los hombres de negro y la troika- nos ha conducido en
peregrinación globalizadora hacia esta geografía de alarma y malestar.
Tal vez toda receta corre el
peligro de convertirse en catecismo. La ventaja de estos días desmayados es que
no existe la prisa. Así que puedo divagar sobre cualquier excentricidad como
las que hoy me ocupan.
Finalmente, después de un paseo mental
inspirado por mis limitadas referencias sobre Thoreau y algunos otros conocidos,
resuelvo el debate. Decido que una decisión que solo me afecta a mí -cocinar un
guiso que únicamente comeré yo- puede correr el riesgo de que salga mal. Yo
sería la única perjudicada, me infringiría un daño a mí misma sin más
repercusión social.
En cambio, si estuviese cocinando
para todos mis vecinos –he concluido con satisfactoria determinación- estaría
obligada a seguir la receta, para asegurarme de que el estofado cumple el canon oficial y no provoca daño alguno en paladares
ajenos.
El debate del apio y la zanahoria
precipita en mi algunas dudas y reflexiones sobre la libertad individual frente
a la responsabilidad colectiva. Sobre todo cuando veo que un tipo se salta el toque
de queda y otros –frente a mi ventana- hoy se han hecho 'selfies' en medio de la
calle desierta.
La receta del estofado me evoca un embelesado desvarío. En un rayo de tibia ensoñación he creído estar en la
cabaña del lago Walden. Emulando la condena de soledad de dos años, dos meses y
un día que se impuso a si mismo Thoreau.
Cuando regresé del viaje, el apio
no estaba en el puchero.