viernes, 20 de marzo de 2020

DÍA 5: Primavera en una ventana

Ha despertado la primavera y no puedo sentirla. Intento adivinarla a través de los cristales. Habrán empezado a estallar las margaritas sobre las alfombras verdes de parques vacíos y cantarán alborotados los jilgueros. 

Se que la primavera existe, aunque no pueda verla. Abro las ventanas de todas las habitaciones por si penetra el rumor invisible de la alegría que anuncia marzo. Pero el cielo está ceniciento y los balcones huérfanos. Sopla una brisa cálida, suave y triste, demasiado débil para combatir la amargura de estos días de silencio gris. 

Ni siquiera puedo ver brotar las flores. El invierno marchitó los geranios y no me dio tiempo a reponer las macetas de begonias y tulipanes. Lo pensé cuando Marién me mandó una foto del primer narciso que estalló en su balcón. Fue hace tres semanas. Bellísimo. Entonces me pareció algo cotidiano, hoy lo encuentro extraordinario.

En el alfeizar de la ventana de mi cocina hay dos cactus ariscos por los que no siento afecto. También hay tres orquídeas perezosas, sin brotes, en el dormitorio grande al fondo del pasillo, desde dónde se ve el campanario de la Catedral. Ahí todavía no puedo entrar.

Me gustaría ver crecer algo de vida en este desaliento, en este paisaje afligido. Se me ha ocurrido algo infantil, emplear los envases de los yogures que voy consumiendo. He humedecido algodón y he enterrado en él siete lentejas, que espero que vayan prosperando como metáfora de la primavera. Pero me ha estremecido recordar cuántas alubias plantamos mis hermanas y yo en esta misma ventana. Cuando todos los yogures eran blancos y yo les disfrazaba con cola-cao para convertirlos en sabor chocolate.

Al fin, la primavera siempre es un retorno a la patria de la infancia, a la euforia de los días sin horas, a la despreocupada alegría, a las ganas de crecer. Correr y correr sin destino, reír y gritar con desbordado alborozo, recitar versos de Gloria Fuertes a los pájaros. Tumbarnos sobre la hierba a soñar con los ojos abiertos imaginando el futuro. Evocar esa efervescencia infantil me hace daño.

Las ventanas siguen abiertas, pero el día se va haciendo más oscuro. Se ha evaporado todo indicio de primavera. Quizá está ahí pero no podemos verla. Quizá estamos castigados a no alcanzarla hasta que aprendamos alguna lección de la plaga que ahora cae sobre nosotros. Es curioso. Ni las fronteras ni los muros ni las alambradas nos han protegido de nada. La fortaleza del castillo se ha hecho cada vez más pequeña. La mía, mi perímetro de seguridad es incluso generoso en metros cuadrados. Los peligrosos no eran otros que huían de infiernos de pobreza o de guerra. 
La amenaza no eran los sirios ni los africanos. La peste del siglo XXI se transmite por el aire que todos compartimos. Viaja en avión, hasta en primera clase. Los más ricos tampoco tienen antídoto. No inmunizan ni curan las cuentas en Suiza, ni los seguros médicos privados. La peste se propaga sin discriminación. No como el hambre que –con la complicidad de nuestra indiferencia- solo mata pobres, desfavorecidos. 

La peste nos hace a todos vulnerables, y por eso tenemos miedo. Tratamos de aliviarlo diciéndonos a nosotros mismos que solo caen las personas mayores y los enfermos. El sacrificio a los dioses.

Se habla mucho de Camus, por ‘La peste’. Poco de algunas otras deliciosas lecturas en las que hoy busco alivio, tras esta nube de pensamientos negros. Es un librito pequeño que aún conserva subrayadas algunas frases. Camus cuenta que superaba los inviernos en el Argel de su infancia porque sabía que “en una sola noche pura y fría de febrero” los almendros del valle de los Consuls amanecerían cubiertos de flores blancas.


Falló Neruda. Hoy no brotó la primavera. Camus me salva de la zozobra. En lo más profundo de este invierno, también habita un invencible verano.