
Se
que la primavera existe, aunque no pueda verla. Abro las ventanas de todas las
habitaciones por si penetra el rumor invisible de la alegría que anuncia marzo.
Pero el cielo está ceniciento y los balcones huérfanos. Sopla una brisa cálida,
suave y triste, demasiado débil para combatir la amargura de estos días de
silencio gris.
Ni
siquiera puedo ver brotar las flores. El invierno marchitó los geranios y no me
dio tiempo a reponer las macetas de begonias y tulipanes. Lo pensé cuando
Marién me mandó una foto del primer narciso que estalló en su balcón. Fue hace
tres semanas. Bellísimo. Entonces me pareció algo cotidiano, hoy lo encuentro
extraordinario.
En
el alfeizar de la ventana de mi cocina hay dos cactus ariscos por los que no
siento afecto. También hay tres orquídeas perezosas, sin brotes, en el
dormitorio grande al fondo del pasillo, desde dónde se ve el campanario de la
Catedral. Ahí todavía no puedo entrar.
Me
gustaría ver crecer algo de vida en este desaliento, en este paisaje afligido.
Se me ha ocurrido algo infantil, emplear los envases de los yogures que voy
consumiendo. He humedecido algodón y he enterrado en él siete lentejas, que
espero que vayan prosperando como metáfora de la primavera. Pero me ha
estremecido recordar cuántas alubias plantamos mis hermanas y yo en esta misma
ventana. Cuando todos los yogures eran blancos y yo les disfrazaba con cola-cao
para convertirlos en sabor chocolate.
Al
fin, la primavera siempre es un retorno a la patria de la infancia, a la
euforia de los días sin horas, a la despreocupada alegría, a las ganas de
crecer. Correr y correr sin destino, reír y gritar con desbordado alborozo,
recitar versos de Gloria Fuertes a los pájaros. Tumbarnos sobre la hierba a
soñar con los ojos abiertos imaginando el futuro. Evocar esa efervescencia
infantil me hace daño.
Las
ventanas siguen abiertas, pero el día se va haciendo más oscuro. Se ha
evaporado todo indicio de primavera. Quizá está ahí pero no podemos verla.
Quizá estamos castigados a no alcanzarla hasta que aprendamos alguna lección de
la plaga que ahora cae sobre nosotros. Es curioso. Ni las fronteras ni los
muros ni las alambradas nos han protegido de nada. La fortaleza del castillo se
ha hecho cada vez más pequeña. La mía, mi perímetro de seguridad es incluso
generoso en metros cuadrados. Los peligrosos no eran otros que huían de
infiernos de pobreza o de guerra.
La
amenaza no eran los sirios ni los africanos. La peste del siglo XXI se
transmite por el aire que todos compartimos. Viaja en avión, hasta en primera
clase. Los más ricos tampoco tienen antídoto. No inmunizan ni curan las cuentas
en Suiza, ni los seguros médicos privados. La peste se propaga sin
discriminación. No como el hambre que –con la complicidad de nuestra
indiferencia- solo mata pobres, desfavorecidos.