Ningún día
es igual a otro, aunque los dos transcurran en la misma monotonía. Ni siquiera
aunque lo que sucediese en ellos fuese idéntico, aunque repitiésemos cada rutina, cada gesto. Aun así, la misma persona los percibiría de una manera
diferente. Diría que, incluso, incontrolable. Si ayer disfruté haciendo un
puzzle, hoy me hastía. Si ayer sentí una enorme placidez asomada a la ventana,
hoy me inquieta.
No son los
días, ni son las circunstancias. Somos nosotros.
Cada
despertar es diferente. Una mañana nos apetece saltar de la cama y otra
amanecemos con el ánimo apagado. Hay días excitantes, afligidos, inspirados o tristes. Emociones que inconscientemente nos sacuden al
abrir los ojos.
Algunas
veces tiene sentido. Me levanto alegre porque hoy estreno un vestido para
citarme con alguien que me gusta. Otros amaneceres crean un perturbador
desasosiego porque no tienen explicación.
Esta mañana
no me apetecía abrir los ojos. Eso que hoy, miércoles, día 19 del calendario
del cautiverio, parece idéntico a ayer y no alumbra ninguna inquietud. Me
desconcierta sentir este desánimo sin motivo aparente. Cuando tengo un
despertar amargo mi receta es hacerme un test. ¿Me duele algo?, ¿está
alguien enfermo?, ¿hay alguna
catástrofe a la vista?, y entonces concluyo que la ausencia de tragedias es
un motivo infinitamente poderoso para tener un buen día. Supongo que eso solo lo
aprecian quienes han sorteado algunos naufragios.
La mayoría
de mis días ahora son efervescentes, aunque en ellos nunca sucede nada extraordinario.
Precisamente por eso. Me encantan la placidez y la anarquía de las jornadas sin
horas, en silencio, sin ningún dilema.
Hace tiempo
que percibo que me inquietan los días especiales. Limpiar los cristales u
ordenar un armario se convierte en un ejercicio de evasión hacia paraísos imaginados,
disuelvo debates mientras paso la aspiradora y, de repente, vuelo hacia la
estantería a buscar en un libro algo que recuerdo haber leído. Qué pequeñas son
mis tentaciones.
Para
levantar el ánimo al día gris me he vestido como si fuese a salir a la calle.
Me he puesto maquillaje y después he recorrido la casa reflejándome en los
espejos. Se me ha ocurrido ponerme zapatos de tacón y he alborotado las cajas
de todos los que llevo años sin usar. Ahora mismo tengo puestos unos rojos de
charol con tacón alto y cuadrado, que nunca me atreví a estrenar.
El truco ha
funcionado. Me siento más confortada. Pienso en la gente que se queja por tener
que estar encerrada en casa. Me vienen a la cabeza las filas del casting de
Gran Hermano. Miles de personas compitiendo por entrar dentro de una jaula
televisada. Ellos están confinados por dinero y fama. Nosotros para salvarnos.
Anoche recibí un mensaje de un conocido. Dice que ha perdido la libertad
porque ya no puede salir, ni correr, ni andar en bicicleta. Lo pienso un rato mientras
intento cocinar una receta nueva y decido que no se puede confundir la libertad
con la actividad.
Ojalá la libertad fuese algo tan fácil de alcanzar viajando,
paseando, comprando. La verdadera libertad es la libertad de pensamiento,
proclamaba Sampedro. Supongo que esa puede seguir existiendo desde cualquier
habitación. Puede romper cualquier cerradura.
Hace veinte
días podíamos coger un avión a cualquier rincón del mundo. Me pregunto si
entonces éramos libres. Si ese billete es la libertad.
Yo empecé a crecer con la primera frase de aquel libro escolar,
‘Senda’. “Había una vez un pedazo de cartón que quería ser cometa”. Que
encierra una metafórica subversión contra el destino, que podría ser el
principio de cualquier vida. Soñar y volar.