miércoles, 1 de abril de 2020

DÍA 17: Soñar y volar



Ningún día es igual a otro, aunque los dos transcurran en la misma monotonía. Ni siquiera aunque lo que sucediese en ellos fuese idéntico, aunque repitiésemos cada rutina, cada gesto. Aun así, la misma persona los percibiría de una manera diferente. Diría que, incluso, incontrolable. Si ayer disfruté haciendo un puzzle, hoy me hastía. Si ayer sentí una enorme placidez asomada a la ventana, hoy me inquieta.
No son los días, ni son las circunstancias. Somos nosotros.
Cada despertar es diferente. Una mañana nos apetece saltar de la cama y otra amanecemos con el ánimo apagado. Hay días excitantes, afligidos, inspirados o tristes. Emociones que inconscientemente nos sacuden al abrir los ojos.
Algunas veces tiene sentido. Me levanto alegre porque hoy estreno un vestido para citarme con alguien que me gusta. Otros amaneceres crean un perturbador desasosiego porque no tienen explicación.
Esta mañana no me apetecía abrir los ojos. Eso que hoy, miércoles, día 19 del calendario del cautiverio, parece idéntico a ayer y no alumbra ninguna inquietud. Me desconcierta sentir este desánimo sin motivo aparente. Cuando tengo un despertar amargo mi receta es hacerme un test. ¿Me duele algo?, ¿está alguien enfermo?, ¿hay alguna catástrofe a la vista?, y entonces concluyo que la ausencia de tragedias es un motivo infinitamente poderoso para tener un buen día. Supongo que eso solo lo aprecian quienes han sorteado algunos naufragios.
La mayoría de mis días ahora son efervescentes, aunque en ellos nunca sucede nada extraordinario. Precisamente por eso. Me encantan la placidez y la anarquía de las jornadas sin horas, en silencio, sin ningún dilema.
Hace tiempo que percibo que me inquietan los días especiales. Limpiar los cristales u ordenar un armario se convierte en un ejercicio de evasión hacia paraísos imaginados, disuelvo debates mientras paso la aspiradora y, de repente, vuelo hacia la estantería a buscar en un libro algo que recuerdo haber leído. Qué pequeñas son mis tentaciones.

Para levantar el ánimo al día gris me he vestido como si fuese a salir a la calle. Me he puesto maquillaje y después he recorrido la casa reflejándome en los espejos. Se me ha ocurrido ponerme zapatos de tacón y he alborotado las cajas de todos los que llevo años sin usar. Ahora mismo tengo puestos unos rojos de charol con tacón alto y cuadrado, que nunca me atreví a estrenar.
El truco ha funcionado. Me siento más confortada. Pienso en la gente que se queja por tener que estar encerrada en casa. Me vienen a la cabeza las filas del casting de Gran Hermano. Miles de personas compitiendo por entrar dentro de una jaula televisada. Ellos están confinados por dinero y fama. Nosotros para salvarnos.
Anoche recibí un mensaje de un conocido. Dice que ha perdido la libertad porque ya no puede salir, ni correr, ni andar en bicicleta. Lo pienso un rato mientras intento cocinar una receta nueva y decido que no se puede confundir la libertad con la actividad. 
Ojalá la libertad fuese algo tan fácil de alcanzar viajando, paseando, comprando. La verdadera libertad es la libertad de pensamiento, proclamaba Sampedro. Supongo que esa puede seguir existiendo desde cualquier habitación. Puede romper cualquier cerradura. 
Hace veinte días podíamos coger un avión a cualquier rincón del mundo. Me pregunto si entonces éramos libres. Si ese billete es la libertad. 
Yo empecé a crecer con la primera frase de aquel libro escolar, ‘Senda’. “Había una vez un pedazo de cartón que quería ser cometa”. Que encierra una metafórica subversión contra el destino, que podría ser el principio de cualquier vida. Soñar y volar.