jueves, 2 de abril de 2020

DÍA 18: La puerta



Cuando nos hemos despertado ya estaba allí. Una puerta. En la calle, junto al contenedor de basura. Lacada en blanco. Parece estar en perfecto estado, no está rota. Así que, esta mañana, pronto, cuando han empezado a rugir las persianas al desperezarse, todos hemos mirado hacia la calle con estupor y cierto desconcierto. Algunos sacudían la cabeza con incredulidad desde las ventanas, otros nos intercambiábamos miradas interrogantes. Petrita, la del tercero, saludaba a todo el mundo desde su mirador con impetuoso alborozo, mientras Paco el invisible se acercó al contenedor y empezó a propinarle pequeños puntapiés, como si temiese una resurrección que la enervase en pie. Más tarde, Pulcro, el del octavo, estuvo husmeando alrededor de ella en busca de pruebas, mientras Dandy ladraba al trozo de madera con ofuscada vehemencia.

Yo también me sumo a los balcones de curiosos. La puerta abandonada en el contenedor es una extraordinaria novedad, en la que nadie hubiésemos reparado hace solo unos días. Hoy, sin embargo, nos intriga y queremos leer en ella una historia. Qué casa abrigaba y por qué ha dejado de hacerlo.

La presencia de la puerta es toda una metáfora en tiempos de confinamiento. Las puertas se abren y se cierran. A través de ellas se entra y se sale. Son por tanto una bisagra hacía los sueños y las pesadillas. Nos bendicen con la intimidad y nos hieren sus cerraduras. Hacen que exista algo fuera y que exista algo dentro. Y también que las dos cosas sucedan sin mirarse la una a la otra.

La ingenua transparencia de una ventana no la hace más frágil, es una trinchera infinitamente más amarga que la textura maciza de una puerta. Entre la vida y yo hay un cristal tenue –recitaba Pessoa- por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.

Hoy, la aparición de esta puerta en la acera parece habernos inquietado a todos. Es algo que está fuera de quicio y nos preguntamos por qué. Algunos vecinos siguen asomados a las ventanas, otros sacan de vez en cuando la cabeza para comprobar si sigue ahí. La puerta no se mueve, claro. Un coche detiene su marcha para mirarla. A lo largo del día, varios conductores han bajado la ventanilla al pasar junto al contenedor y después, antes de acelerar su marcha, han mirado alrededor como si esperasen que alguno de nosotros les diese una explicación. A media mañana paró un coche de policía. Tres agentes salieron y rodearon la puerta. Pero no pasó nada. Fue una simple ceremonia de contemplación.

Todas las personas que caminan por la calle se la quedan mirando con expectación. Se detienen unos segundos, como si esperasen el milagro de percibir el aliento de su inanimada esencia.

Nadie la ha tocado. Antes se bajó un señor de una furgoneta y por un momento contuvimos el aliento desde las ventanas pensando que se la iba a llevar. Se rascó varias veces la cabeza y se marchó mirando hacia atrás con cierta melancolía, como quien deja atrás un amor mientras arranca un tren.

Tuvo que ser depositada furtivamente, en las sombras de la noche. Me pregunto si lo habrá visto el gracioso de la careta de Darth Vader que hace señales con la linterna desde el balcón. O su compañero de conversación nocturna en morse.

Ya son las cinco de la tarde y ahí está, extendida como una alfombra en el suelo. El sol hace brillar los apliques dorados. Desde la altura de mi ventana siento el arrebato de tirar del pomo. Me imagino que al abrirla aparece un luminoso pasadizo de escaleras hacia un lugar lejano. Como si la puerta no hubiese estado allí accidentalmente, como si detrás de ella despertase una aventura contra el desasosiego de los días. Imagino también que alguien llega con pasos decididos por la calle, abre la puerta y desaparece tras ella. Entonces, yo no sé si lanzarme a ese vacío o permanecer en el mío propio. En esta angustia extraña, en el frío triste y resignado, en el vacío y en el silencio que habita detrás de los cristales.

Imagino que no tengamos puertas. Que sería como no tener fronteras. Aunque no nos rozásemos, parecería que ninguna barrera contiene la epidemia. Pero anoche alguien arrancó una puerta de sus bisagras y la envió al exilio. Pienso ahora en una casa mutilada, una habitación siempre abierta al fondo de un pasillo. Me pregunto cómo silba el viento dentro de una casa sin puertas. Si hace frío o, si por el contrario, sopla un aliento cálido.

Una casa es un mundo, un nido blando que versó Alfonsina Storni. Es darle al ser humano su cáscara, decía Le Corbusier. Un lugar sin llaves, donde nunca hace frío. Donde se guardan las tardes azules de la infancia y esperan los libros que leímos, álbumes de fotos, sueños olvidados en cajones con pañuelos de tela, caligrafías antiguas y boletines de notas escolares. Nuestra vida está escrita con tinta invisible sobre las paredes, sobre la colcha donde nos abrazaban nuestros padres cada noche y donde, más tarde, lloramos los naufragios de sueños adolescentes.

Siempre que volvemos se disipan los temores. Es una estación cálida que custodia otoños alegres y primaveras tristes. Las casas donde hemos crecido son portales de la calle melancolía. El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres. Si derriban mi casa ‘yo no sabré donde guarecerme / porque todas las puertas dan afuera del mundo’, proclamó Benedetti.

Ya se había hecho de noche cuando tembló una voz: “¡Se llevan nuestra puerta!”, lamentó un niño desde un balcón. Todos nos quedamos un poco huérfanos y nos fuimos a dormir pensando que mañana íbamos a extrañar su ausencia.