Hoy me desperté y no quise abrir los ojos. Me entretuve fabulando. Me
imaginé atrapada dentro de mí. Que había sufrido un terrible traumatismo y no
podía hablar, ni moverme. Entonces me imaginé todo el día a solas con mis
pensamientos, elaborando teorías y argumentos, soñando, reviviendo escenas del
pasado. En principio no me pareció tan desagradable.
Solo era capaz de oír. No sé por qué decidí conservar esa facultad. Me
quedarían la música y la radio. Podría venir alguien a leerme libros. Pero cómo
pedirlo, cómo pedir una canción, qué emisora quiero escuchar. Cómo impedir las
confesiones de las visitas. Cómo negarme a que me vean en el impúdico
escaparate de esta frustración. No poder participar nunca de nada, no poder
conversar, expresar. Podré seguir viviendo en esta prisión que es una tortura.
Cuando ya estoy suficientemente asustada, aún me hago más daño y me preguntó si
será así el después. Si solo existiré en mi propio pensamiento. Si la condena
será esa, encadenarme a mi propio yo. Me
sugestioné de tal manera que no me atrevía a intentar abrir los ojos, por si
los párpados estaban pegados.
Después, me decidí por otro supuesto que me pareció menos trágico.
Acababa de despertar de un coma y me encontraba sola en una habitación que no
reconocía. Solo veía a mí alrededor personas con máscaras, caretas de plástico
transparente y buzos de color verde pálido. Entonces empezaría a hacerme
preguntas. Recordaría haberme dormido antes de la epidemia de coronavirus. No sé,
por tanto, nada de esta pandemia y las imágenes que veo a mi alrededor me
resultan insólitas, inexplicables. Así que despierto en un hospital, rodeada de
tantas precauciones que me imagino portadora del polonio que mató al espía
ruso, del ébola o de otra maldición aún mayor. La otra posibilidad que me
sacude como un calambre de terror es que estén experimentando con mi cuerpo
algo pavorosamente mortal y doloroso.
Al final, me rindo. Lo menos horrible es el presente. Decido pensar en
algo más inmediato y frívolo como el pan tostado del desayuno. Hoy, para
sofocar esta crisis existencial matinal voy a darme el capricho de tomar
mantequilla.
Así que cuando voy a abrir los ojos convencida ya de mi buena estrella,
alegre porque conservo intactos todos mis sentidos, oigo los ladridos
desaforados e histéricos de la señora de los tres perros. No es ninguna
equivocación. La que la ladra, es ella.
La señora de los tres perros sale todas las mañanas y
todas las noches al contenedor de la basura con un trozo de casa. Es como si se
dedicase a hacer leña con los muebles y las puertas. Inmediatamente después
suele salir Pulcro al acecho, porque le encanta husmear cachivaches de
deshecho. Si le interesa lo traslada a su garaje –la mazmorra, que dice mi
hermana Bego- donde se pergeñan aparatos tan extravagantes como inútiles.
Pulcro es un hombre de remiendos. Se le estropea la correa del reloj y se improvisa
una nueva pulsera con la cadena de una cerradura. En una ocasión le abollaron
la puerta del coche. La cambió por otra de un desguace. Lástima que nunca ha
sido del mismo color. Pero ahora tiene la competencia de las familias rumanas
del carrito, las que acampan en el solar de nuestro patio roto, que trabajan
recogiendo trastos en las basuras. De allí desciende, con inquebrantable
puntualidad, cada amanecer y cada ocaso la señora de los tres perros.
Anoche traía dos pedazos de madera con la inquietante
apariencia de haber sido mutilados a hachazos. Lleva así toda la cuarenta y me
pregunto con verdadera curiosidad cómo tendrá la casa, si estará ya hecha
jirones.
El domingo depositó el respaldo de una silla rota y el
lunes un perchero mutilado. Entre los gestos de desaprobación, desde los
miradores, de Petrita y de las Ruten. Lo cierto es que me entretengo recomponiendo
el puzzle, tratando de adivinar a qué
pertenecen los restos. Para rematar, ella tiene una imagen descuidada y un
genio vivo, más bien en constante combustión. Grita a los perros sin piedad. Con
ese humor y esa afición a descuartizar muebles, uno imagina que podría hacer lo
mismo en otras circunstancias. Quiero decir con otro material. Por eso cada
viaje al contenedor es una alegría cuando compruebo que los tres perros siguen
con aliento.
Ella tiene una extraña apariencia. Nunca la he visto
con abrigo. Siempre lleva bata azul y zapatillas rosas, da igual que sea
invierno que primavera. Fuma muchísimo, tiene el pelo canoso recogido en un
moño, chilla a los perros y no les deja moverse mucho. No tienen nombre. Todos
son “chucho” o “bicho”, a veces incluye el apellido “de mierda”. Viene enfadada de serie. Nunca le he conocido alegre.
También es verdad que allí por donde pasa la gente le va haciendo pasillo, los
ahuyenta con su delicado carácter por lo que, presumo, que no tendrá tampoco
mucho contacto con su propia especie. En cuanto a los perros, deberían tomar
ejemplo de mi calcetín azul y lanzarse con valor a la fuga. Pero ahí siguen, gimoteando cada vez que les reprende.
Es decir, continuamente gimoteando mientras ella hace astillas la casa.
La otra noche paso Damián y ella le lanzó una
propuesta tan desvergonzada que al platas
le temblaron los bíceps. Petrita se santiguó, Palmira Ruten se tapó la boca,
las Pérez los oídos. Y yo cogí un hacha y me puse a hacer astillas la mesa
camilla en la que, durante tantos años, me la he imaginado haciendo collares de
ganchillo para sus ‘chuchos’.