Han nacido dos gatitos en mi patio roto. Nadie diría que son hermanos, uno
rubio y otro negro. No se separan de la gata madre y aún bostezan con los ojos
cerrados. Nos tienen encandilados, no hacemos más que mirar por la ventana hacia
el solar cubierto de hierba donde habitan. Celebramos con entusiasmado deleite cada
pequeño gesto de los mininos. Ha venido de visita una gaviota, arisca y chillona.
Empezó a dar pasos cortos hacia ellos, despacio, mirando curiosa y torciendo el
pico. La madre se desahogó como una soprano con un grito agudo y agrio. Extendió una garra amenazante y la gaviota levantó
el vuelo respondiendo con otro ensordecedor chillido.
El niño de Conchita y Pepe está tan contento que ayer –día de la
liberación de la infancia- no quiso salir de casa. Fue imposible. Insistió su
madre, luego su padre. Después le pusieron al teléfono con su abuelo.
Videollamada con su madrina. Nada, que el niño no abandonaba su puesto de observación
en la ventana del patio.
Pidió –eso sí- unos prismáticos y desde aquellas lentes nos iba narrando
las vicisitudes de los gatines, con tal entusiasmo que parecía la reencarnación
de Félix Rodríguez de la Fuente.
Los padres, finalmente, aceptaron decepcionados renunciar al paseo. “Miguelín, hijo, que te viene bien estirar
las piernas”. “Dame el libro de
animales y la tableta”, respondió el crío. Y al tiempo, desde su puesto de
vigilancia, buscaba información sobre gatos. Ha leído tanto desde ayer que esta
mañana ya le dio una conferencia a don Ramón mientras éste fumaba un puro en la
ventana con la copa de coñac disimulada, sin mucho éxito.
El chaval ha estado muy ocupado en desmentir y rebatir el aluvión de lecciones,
exhortaciones y reparos proferidos por los sabios del patio. Ahora somos una
gran comunidad de jubilados asomados a la ventana. Como no hay ladrillo, pues
se dicta sentencia sobre los gatos. Pero Miguelín ha aprendido mucho y no se ha
dejado influir más que por la experta. Que solventó dos dudas iniciales del
crío: Si los gatos comen sopa y si saben subir escaleras.
Pura se ocupa de alimentar los gatos del descampado. Todas las mañanas cuela
comida por una rendija de la verja y les llena de agua los recipientes de
plástico que ella misma provee. Los gatos, que son ariscos y protagonizan
sonoras peleas por las noches en el patio, dejan que la mujer les acaricie con
docilidad. Pero los recién nacidos todavía no se mueven, y la madre tampoco. Están
resguardados junto al trozo de muro de la antigua casa de piedra que linda con
nuestro patio. Así que Pura y Purita –madre e hija- ayer, desde la ventana,
estuvieron tratando de bajar un cuenco con agua amarrado a una cuerda. La
operación acumuló un número considerable de fracasos y fue seguida con notable
interés por casi todos los vecinos que, cuando el recipiente se iba acercando a
tierra empezaban a jalear con entusiasmo, como si el equipo propio acabase de
coger la pelota y empezase a remontar hacia la portería contraria. El niño de
Conchita y Pepe estaba muy preocupado por si se desprendía el cuenco y caía
sobre los gatos. A cada rato, con impaciencia, los padres volvían a insistirle
en el paseo.
El que si salió fue Pulcro. Pero
en lugar de ir derecho a comer a casa de su hermana, como todos los domingos,
pasó primero a buscar a Paco. Lo sé porque no le encontró. Llamó a la puerta de
la tienda, primero suavemente, con un golpe de nudillo. Después cerró el puño y
el aviso sonó con más fuerza. Empezó a llamarle por su nombre y acabó aporreando
la puerta. Extrañado, sacó el móvil y le llamó por teléfono. Nadie contestó. Así
que volvió sobre sus pasos y, desde el portal, llamó por el telefonillo a
Emilio el ilustrado para ponerle al tanto de la segunda e inquietante
desaparición de Paco. Al explicárselo, el eco de la calle amplificó como un
altavoz las palabras de Pulcro y así,
nos hemos enterado todos. Creo que hasta Petrita, que sigue apareciéndose a la hora
del ángelus en el mirador, lo ha entendido todo por los gestos que me hacía en
la distancia.
Esta vez han llamado directamente a Chelita, su hija. Como Emilio ha
pedido detalles por el telefonillo, hemos sabido que Paco no estaba bien de
ánimo. Dejar a Marichelo es la primera batalla, pero está muy preocupado por la
tienda. Al parecer, hará unos dos años pidió un crédito para comprar el local,
donde siempre había estado arrendado. Él no quería, solo pensaba en resistir
hasta la jubilación. Pero Marichelo se empeñó en hacer el esfuerzo para
dejárselo en herencia a Chelita. Desde que empezó la pandemia llenaba los días haciendo
números rojos en una libreta negra.
Emilio, don Ramón y Salvador han salido a buscar a Paco. Dice Pulcro que no les darán el alto porque
hoy es el día infantil y no ha visto policía. El caso es que cada uno ha tomado
un camino. En menos de una hora hemos visto regresar a Emilio y a Paco. Está
flaco y gris como siempre, a semejanza de las hermanas Ruten. Camina cabizbajo.
Les oigo entrar en el portal y al ascensor detenerse en el séptimo derecha. Han
pasado de largo el piso de Marichelo. Al poco llegan el resto de los vecinos de
la brigada de rescate.
Después, Chelita ha entrado en casa de Emilio. Todos dicen que Paco necesita
‘ayuda’. Eso supone que tendrá que ir a un médico. Siempre ha sido un hombre
triste pero las preocupaciones del confinamiento han debido acentuar su
fragilidad. Emilio le encontró en un banco del muelle. “Sin mascarilla”, delata Petrita por teléfono. Sabe más que yo de
mi propio patio.
El caso es que Chelita dice que no se puede llevar a su padre a casa, y
tampoco se atreven a quedarse aquí, en el piso, con Marichelo dentro. Al final,
Paco les convence de que está bien y se marcha a su trastienda. Los demás se
dispersan.
Lo cierto es que, aun con las mascarillas puestas, en mi comunidad se ha
relajado tanto el confinamiento que casi todos los vecinos salen a diario a la
calle con la excusa de comprar el pan o bajar la basura. Incluso el consejo
vecinal veo que ya se reúne de forma presencial en la cocina de Emilio.
También me temo que soy casi la única que resiste el encierro sin
trampas. Perpleja me quedé anoche con el discurso de don Ramón. Sostiene que
hay que poner fin al confinamiento, cuando el suyo ni siquiera ha tenido un
principio. Desde el 13 de marzo se pasea por Santander a diario con una bolsa
de basura en la mano. Inexplicablemente aún no ha sido multado. En cambio,
Rebeca salió a comprar y al regresar un policía le hizo abrir el carrito de la
compra y le pidió el ticket. Cera depilatoria, tinte y espuma de pelo, cuatro
sobres de sopa de pollo, esmalte de uñas, dos barras de pan, tres chocolatinas,
dos botellas de vino, crema hidratante corporal y una barra de labios roja. “Mucho producto esencial, señora”, le
dijo con mucha sorna. “No lo sabe usted
bien”, replicó ella.
Don Ramón, en el fondo, tiene mentalidad de autoridad en urbanismo. Primero
actúa sin permiso y luego exige la amnistía de la legalización. “Mirad esas criaturas que acaban de venir al
mundo, tienen toda la vida por delante” –predicaba anoche desde la ventana-
“¿Qué hacen los niños ya en las calles? Ellos
tienen toda la vida por delante mientras los mayores estamos desperdiciando el
poco tiempo que nos queda”.
La retórica de don Ramón antecede al levantamiento del dos de mayo, que
con tal efusión previa va a resultar más reivindicativo que el original.