lunes, 27 de abril de 2020

DÍA 43: Dos gatos y una breve desaparición



Han nacido dos gatitos en mi patio roto. Nadie diría que son hermanos, uno rubio y otro negro. No se separan de la gata madre y aún bostezan con los ojos cerrados. Nos tienen encandilados, no hacemos más que mirar por la ventana hacia el solar cubierto de hierba donde habitan. Celebramos con entusiasmado deleite cada pequeño gesto de los mininos. Ha venido de visita una gaviota, arisca y chillona. Empezó a dar pasos cortos hacia ellos, despacio, mirando curiosa y torciendo el pico. La madre se desahogó como una soprano con un grito agudo y agrio.  Extendió una garra amenazante y la gaviota levantó el vuelo respondiendo con otro ensordecedor chillido.
El niño de Conchita y Pepe está tan contento que ayer –día de la liberación de la infancia- no quiso salir de casa. Fue imposible. Insistió su madre, luego su padre. Después le pusieron al teléfono con su abuelo. Videollamada con su madrina. Nada, que el niño no abandonaba su puesto de observación en la ventana del patio.
Pidió –eso sí- unos prismáticos y desde aquellas lentes nos iba narrando las vicisitudes de los gatines, con tal entusiasmo que parecía la reencarnación de Félix Rodríguez de la Fuente.
Los padres, finalmente, aceptaron decepcionados renunciar al paseo. “Miguelín, hijo, que te viene bien estirar las piernas”. “Dame el libro de animales y la tableta”, respondió el crío. Y al tiempo, desde su puesto de vigilancia, buscaba información sobre gatos. Ha leído tanto desde ayer que esta mañana ya le dio una conferencia a don Ramón mientras éste fumaba un puro en la ventana con la copa de coñac disimulada, sin mucho éxito.
El chaval ha estado muy ocupado en desmentir y rebatir el aluvión de lecciones, exhortaciones y reparos proferidos por los sabios del patio. Ahora somos una gran comunidad de jubilados asomados a la ventana. Como no hay ladrillo, pues se dicta sentencia sobre los gatos. Pero Miguelín ha aprendido mucho y no se ha dejado influir más que por la experta. Que solventó dos dudas iniciales del crío: Si los gatos comen sopa y si saben subir escaleras.
Pura se ocupa de alimentar los gatos del descampado. Todas las mañanas cuela comida por una rendija de la verja y les llena de agua los recipientes de plástico que ella misma provee. Los gatos, que son ariscos y protagonizan sonoras peleas por las noches en el patio, dejan que la mujer les acaricie con docilidad. Pero los recién nacidos todavía no se mueven, y la madre tampoco. Están resguardados junto al trozo de muro de la antigua casa de piedra que linda con nuestro patio. Así que Pura y Purita –madre e hija- ayer, desde la ventana, estuvieron tratando de bajar un cuenco con agua amarrado a una cuerda. La operación acumuló un número considerable de fracasos y fue seguida con notable interés por casi todos los vecinos que, cuando el recipiente se iba acercando a tierra empezaban a jalear con entusiasmo, como si el equipo propio acabase de coger la pelota y empezase a remontar hacia la portería contraria. El niño de Conchita y Pepe estaba muy preocupado por si se desprendía el cuenco y caía sobre los gatos. A cada rato, con impaciencia, los padres volvían a insistirle en el paseo.

El que si salió fue Pulcro. Pero en lugar de ir derecho a comer a casa de su hermana, como todos los domingos, pasó primero a buscar a Paco. Lo sé porque no le encontró. Llamó a la puerta de la tienda, primero suavemente, con un golpe de nudillo. Después cerró el puño y el aviso sonó con más fuerza. Empezó a llamarle por su nombre y acabó aporreando la puerta. Extrañado, sacó el móvil y le llamó por teléfono. Nadie contestó. Así que volvió sobre sus pasos y, desde el portal, llamó por el telefonillo a Emilio el ilustrado para ponerle al tanto de la segunda e inquietante desaparición de Paco. Al explicárselo, el eco de la calle amplificó como un altavoz las palabras de Pulcro y así, nos hemos enterado todos. Creo que hasta Petrita, que sigue apareciéndose a la hora del ángelus en el mirador, lo ha entendido todo por los gestos que me hacía en la distancia.
Esta vez han llamado directamente a Chelita, su hija. Como Emilio ha pedido detalles por el telefonillo, hemos sabido que Paco no estaba bien de ánimo. Dejar a Marichelo es la primera batalla, pero está muy preocupado por la tienda. Al parecer, hará unos dos años pidió un crédito para comprar el local, donde siempre había estado arrendado. Él no quería, solo pensaba en resistir hasta la jubilación. Pero Marichelo se empeñó en hacer el esfuerzo para dejárselo en herencia a Chelita. Desde que empezó la pandemia llenaba los días haciendo números rojos en una libreta negra.  

Emilio, don Ramón y Salvador han salido a buscar a Paco. Dice Pulcro que no les darán el alto porque hoy es el día infantil y no ha visto policía. El caso es que cada uno ha tomado un camino. En menos de una hora hemos visto regresar a Emilio y a Paco. Está flaco y gris como siempre, a semejanza de las hermanas Ruten. Camina cabizbajo. Les oigo entrar en el portal y al ascensor detenerse en el séptimo derecha. Han pasado de largo el piso de Marichelo. Al poco llegan el resto de los vecinos de la brigada de rescate.
Después, Chelita ha entrado en casa de Emilio. Todos dicen que Paco necesita ‘ayuda’. Eso supone que tendrá que ir a un médico. Siempre ha sido un hombre triste pero las preocupaciones del confinamiento han debido acentuar su fragilidad. Emilio le encontró en un banco del muelle. “Sin mascarilla”, delata Petrita por teléfono. Sabe más que yo de mi propio patio.
El caso es que Chelita dice que no se puede llevar a su padre a casa, y tampoco se atreven a quedarse aquí, en el piso, con Marichelo dentro. Al final, Paco les convence de que está bien y se marcha a su trastienda. Los demás se dispersan.
Lo cierto es que, aun con las mascarillas puestas, en mi comunidad se ha relajado tanto el confinamiento que casi todos los vecinos salen a diario a la calle con la excusa de comprar el pan o bajar la basura. Incluso el consejo vecinal veo que ya se reúne de forma presencial en la cocina de Emilio.
También me temo que soy casi la única que resiste el encierro sin trampas. Perpleja me quedé anoche con el discurso de don Ramón. Sostiene que hay que poner fin al confinamiento, cuando el suyo ni siquiera ha tenido un principio. Desde el 13 de marzo se pasea por Santander a diario con una bolsa de basura en la mano. Inexplicablemente aún no ha sido multado. En cambio, Rebeca salió a comprar y al regresar un policía le hizo abrir el carrito de la compra y le pidió el ticket. Cera depilatoria, tinte y espuma de pelo, cuatro sobres de sopa de pollo, esmalte de uñas, dos barras de pan, tres chocolatinas, dos botellas de vino, crema hidratante corporal y una barra de labios roja. “Mucho producto esencial, señora”, le dijo con mucha sorna. “No lo sabe usted bien”, replicó ella.
Don Ramón, en el fondo, tiene mentalidad de autoridad en urbanismo. Primero actúa sin permiso y luego exige la amnistía de la legalización. “Mirad esas criaturas que acaban de venir al mundo, tienen toda la vida por delante” –predicaba anoche desde la ventana- “¿Qué hacen los niños ya en las calles? Ellos tienen toda la vida por delante mientras los mayores estamos desperdiciando el poco tiempo que nos queda”.
La retórica de don Ramón antecede al levantamiento del dos de mayo, que con tal efusión previa va a resultar más reivindicativo que el original.