Todas las cartas
de amor son ridículas. Pessoa escribió esta frase en uno de
sus poemas, después de haber escrito su primera carta de amor y probablemente
desencantado por haber sucumbido a un enamoramiento al que renunció. Se llamaba
Ofelia Queiroz y fue su único amor. Los amantes se batieron en un duelo de
correspondencia hoy rescatada en un libro publicado en Portugal, que exhibe la
intimidad que desnuda las cartas que se cruzaron el mayor poeta portugués y la
joven burguesa.
No se quién de los setenta y dos Pessoas que habitan en él se
enamoró de Ofelia. No se quién de esos setenta y dos heterónimos renunció a
ella. Pessoa es una personalidad absorbente, insólita; un cerebro y un alma
extravagantemente dividido, multiplicado en otros que inventó y alimentó en un estrafalario
y potente desvarío lírico. Para crear, me he destruido, dijo de si mismo.
Pero
yo tuve una amiga a quien, con frecuencia indesmayable, Ricardo Reis le enviaba
mails de amor. Era un poeta enamorado de una estirada y flaca profesora
enamorada de si misma. Él enviaba con regularidad deliciosas palabras de amor
que ella descifraba con dificultad, tomando al pie de la letra su lectura, y
que, por tanto, no prendían mecha de amor alguna.
Invariablemente
los mensajes de Ricardo Reis, rechazados con pasmosa indiferencia por su
destinataria, aterrizaban en la bandeja del mail del ordenador de mi trabajo.
En aquel diminuto y compartido despacho que, por entonces, yo habitaba, esperaba
con anhelo aquellas cartas de amor virtuales que me remitía mi amiga, aquellos
versos que yo imaginaba hilvanados en una madrugada solitaria, iluminados por
el humo de un cigarrillo, vomitados sobre un lecho de lágrimas de amor.
Ricardo
Reis nunca defraudaba. Declaraba un amor férvido, impetuoso. Aquellas frases se
conducían a través de impulsos furiosos, arrebatados. Su corazón prendía las
palabras que, envueltas en las llamas de ardientes epítetos, viajaban hasta el
correo de mi ordenador. Lo incendiaban todo y quebraron mi voluntad, hasta el
punto de que un día empecé a responderle. A mi amiga le pareció estupendo que
yo iniciase en su nombre una relación epistolar. Él escondido en Ricardo Reis,
y yo metida en la piel de la pretendida profesora.
Empecé a esperar con anhelo
aquellas cartas. Empecé a vivir para leer aquellas letras. Estaba absolutamente
seducida por Ricardo Reis. Empleé todos mis recursos para no defraudarle y, en
la distancia, nos acariciábamos con versos y palabras de amor. Lógicamente,
comencé a leer a Pessoa para conocer mejor a Ricardo Reis. Nadie a otro ama, sino que ama lo que de sí hay en él. Me tropecé
con algunas de sus frases verdaderas. Nada te pese que no te amen. Nada queda. Nada somos. Mi
mismo recuerdo es nada, y siento que quien soy es quien fui. Ricardo Reis no
volvió a asomarse a la pantalla de mi ordenador. Había cometido el error de
llamar a mi amiga. La invitó a cenar. La profesora se convirtió en calabaza y
las cartas de amor se interrumpieron abruptamente cuando la realidad reventó el
ensueño.
A
Pessoa le daban más pena aquellos que
sueñan lo probable, porque tienen la posibilidad real de la verdadera
desilusión. Por eso, él amaba los
paisajes imposibles y las grandes zonas
desiertas de las llanuras en las que nunca podría estar. Yo también tuve un
sueño imposible, cuando robé las palabras de amor ajenas al sucedáneo de
Pessoa.
A
veces me tropiezo por Santander con Ricardo Reis, que en realidad se llama
Roberto, y escribe versos. Le saludo tímidamente; me empaña un pudor amargo,
extraño. En el fondo es alguien a quien has amado ardientemente a través de sus
palabras. Aunque él nunca llegue a saberlo.