Los diputados cántabros vuelven
hoy al cole, con una semana de retraso respecto a los alumnos de infantil que
ya estrenaron su material escolar la semana pasada. Imagino que a estas horas
apuran sus lápices para abordar la tarea de escribir la redacción sobre el
verano que siempre encargan los profesores el primer día de escuela.
Siempre he odiado esa redacción
del verano. Cuando iba a sexto de EGB decidí rebelarme contra el almibarado formato
del relato sobre los días de estío, donde las vacaciones son idílicas, los
lazos familiares se estrechan y todos pretendemos haber sido Heidi disfrutando
de la compañía de las flores y los pájaros en las faldas de la montaña de los
Alpes, o en la cálida orilla de la playa en una atardecer mediterráneo.
Ese año empecé –en adelante
mantuve la costumbre- a editorializar sobre asuntos de actualidad, como la
colza y otras variantes que, apuntaba ya maneras, me parecían más relevantes
que el monótono discurrir de aquellos eternos veranos que, sin Internet, ni móviles
y una sola televisión en horario restringido por la carta de ajuste, no ofrecían
las mismas distracciones de hoy y, a la vez, resultaban ser mucho más
estimulantes. Nunca hicieron comentario alguno de mis escritos, de lo que deduzco que nadie leía aquellas redacciones.
Los días se deslizaban muy
despacio. Amanecía más temprano, y el aliento limpio de las primeras horas de
la mañana embriagaba la cocina con la esencia húmeda de la escarcha que se
mezclaba con el aroma de tostadas recién hechas. Probablemente todo era incluso
más empalagoso que lo que reflejábamos con absoluta inocencia en la redacción
del primer día de curso. Madrugábamos, corríamos, sorteábamos en bicicleta
distancias kilométricas sin casco ni carrilbici. Matábamos las horas de la siesta
que nunca echábamos tirando piedras sentados en la escalera de casa, cobijados
en la sombra de las higueras, que no maduraban sus frutos hasta avanzado
septiembre. Tocábamos la tierra, arrancábamos hierbas y nos revolcábamos sobre
ella en las praderas cubiertas de pequeñas margaritas. Nos tumbábamos por la
noche a ver estrellas, a imaginar el futuro, a dibujar sueños y a inventar
historias ignorando cuánto añoramos de mayores esos ratos. Presumíamos que el
mundo era enorme, y dentro de nosotros, en aquellas noches mirando al cielo,
estallaba la energía, y el ardor de vivir y nos dibujábamos de mayores, y nos
confesábamos las ganas de crecer. Y, a la mañana siguiente amanecíamos otra vez entre la
escarcha y las tostadas, madrugaban nuestros sueños, íbamos corriendo a todas
partes y, a veces, en un rincón, a solas, nos escondíamos y cerrábamos los ojos para soñar con otras vidas, todas
aquellas que vivíamos a través de las historias que leíamos en los libros, que era nuestra única distracción. En aquella
rutina estival, en aquellos días sin horas, que seguramente eran mucho más
prosaicos de lo que yo soy capaz de recordar.
Ahora si puedo escribir esa fastidiosa
redacción del verano. Ahora que los días no se deslizan a paso lento.