lunes, 17 de septiembre de 2012

Aquellos días sin horas


Los diputados cántabros vuelven hoy al cole, con una semana de retraso respecto a los alumnos de infantil que ya estrenaron su material escolar la semana pasada. Imagino que a estas horas apuran sus lápices para abordar la tarea de escribir la redacción sobre el verano que siempre encargan los profesores el primer día de escuela.

Siempre he odiado esa redacción del verano. Cuando iba a sexto de EGB decidí rebelarme contra el almibarado formato del relato sobre los días de estío, donde las vacaciones son idílicas, los lazos familiares se estrechan y todos pretendemos haber sido Heidi disfrutando de la compañía de las flores y los pájaros en las faldas de la montaña de los Alpes, o en la cálida orilla de la playa en una atardecer mediterráneo.

Ese año empecé –en adelante mantuve la costumbre- a editorializar sobre asuntos de actualidad, como la colza y otras variantes que, apuntaba ya maneras, me parecían más relevantes que el monótono discurrir de aquellos eternos veranos que, sin Internet, ni móviles y una sola televisión en horario restringido por la carta de ajuste, no ofrecían las mismas distracciones de hoy y, a la vez, resultaban ser mucho más estimulantes. Nunca hicieron comentario alguno de mis escritos, de lo que deduzco que nadie leía aquellas redacciones.

Los días se deslizaban muy despacio. Amanecía más temprano, y el aliento limpio de las primeras horas de la mañana embriagaba la cocina con la esencia húmeda de la escarcha que se mezclaba con el aroma de tostadas recién hechas. Probablemente todo era incluso más empalagoso que lo que reflejábamos con absoluta inocencia en la redacción del primer día de curso. Madrugábamos, corríamos, sorteábamos en bicicleta distancias kilométricas sin casco ni carrilbici. Matábamos las horas de la siesta que nunca echábamos tirando piedras sentados en la escalera de casa, cobijados en la sombra de las higueras, que no maduraban sus frutos hasta avanzado septiembre. Tocábamos la tierra, arrancábamos hierbas y nos revolcábamos sobre ella en las praderas cubiertas de pequeñas margaritas. Nos tumbábamos por la noche a ver estrellas, a imaginar el futuro, a dibujar sueños y a inventar historias ignorando cuánto añoramos de mayores esos ratos. Presumíamos que el mundo era enorme, y dentro de nosotros, en aquellas noches mirando al cielo, estallaba la energía, y el ardor de vivir y nos dibujábamos de mayores, y nos confesábamos las ganas de crecer. Y, a la mañana siguiente amanecíamos otra vez entre la escarcha y las tostadas, madrugaban nuestros sueños, íbamos corriendo a todas partes y, a veces, en un rincón, a solas, nos escondíamos y cerrábamos los ojos para soñar con otras vidas, todas aquellas que vivíamos a través de las historias que leíamos en los libros, que era nuestra única distracción. En aquella rutina estival, en aquellos días sin horas, que seguramente eran mucho más prosaicos de lo que yo soy capaz de recordar.

Ahora si puedo escribir esa fastidiosa redacción del verano. Ahora que los días no se deslizan a paso lento.