Desde que la pantalla del cine
Capitol proyectó aquel fascinante holograma de la princesa Leila en ‘La Guerra
de las galaxias’, siempre he soñado con que se hiciese real. Supongo que hoy se
pueden hacer cosas más sorprendentes, sin embargo me queda el deseo de acariciar
con mis propios ojos una imagen tridimensional colgada del vacío, suspendida en
el aire.
Hace tiempo leí que ya era
posible, pero que al parecer nadie le encuentra mucho uso. Yo no renuncio a
tener mi propia máquina de fabricar hologramas, aunque solo sea para sentir que
de verdad hemos alcanzado ese estatus futurista que profetizaron el cine y la
literatura. La superación de 1984 y 2001 sin que se haya producido ninguna
verdadera odisea en el espacio, en los hábitos y estética que nos pronosticaron
aquellas películas, ha defraudado todas las expectativas que tenía depositadas
en alcanzar un horizonte futurista que se asemeje a lo vaticinado.
Las espadas de luz siguen siendo
de hierro y las guerras son un cuerpo a cuerpo en las calles de Siria. Los
coches aún circulan por carreteras secundarias y no tienen alas para esquivar los atascos, los trenes penden de frágiles catenarias y tampoco nos alimentamos
con píldoras nutritivas sino que la gastronomía se ha convertido en una
ciencia.
Al menos nos queda otra de las
ilusiones prometidas. Al parecer, el pasado mes de mayo, un grupo de científicos
consiguió teletransportar un fotón de La Palma a Tenerife, a través de 143 kilómetros
al aire libre. Tardaremos en poder hacerlo nosotros, pero el día que ocurra no nos hará más
libres. Nos permitirá prescindir de los vuelos de riesgo en las naves basura de
Ryanair, pero enseguida surgirá un organismo regulador del tráfico del
teletransporte presidido por un antiguo consejero de una caja de ahorros y nos
obligarán a pagar una tasa por aparecernos en el aeropuerto de Fabra. Lo peor
será que nadie nos garantizará un aterrizaje con todas nuestras partículas. Nos
perderán partes del cuerpo con la misma agilidad que ahora extravían maletas,
cuadros o vergüenzas.