Ahora que hemos tomado conciencia
de que no habitamos un país con un tesoro público infinito, escandalizan ciertas
prebendas que los cargos públicos disfrutaban con desvergüenza y desparpajo en
el silencioso limbo de lo cómodamente amoral. Mientras hubo para todo nunca nos
hicimos preguntas y los periodistas, al parecer, pasábamos por alto estas
pequeñas grandes arbitrariedades y desafueros que ahora son noticia y antes no,
tampoco se sabe por qué.
Hoy, en medio de esta pertinaz
sequía financiera, hemos pasado al extremo contrario y nos causan escándalo y
rechazo las mismas canonjías políticas que antes tolerábamos con indiferencia y
que la mayoría de los ciudadanos ignoraban, gracias al fecundo trabajo de los
medios de comunicación que no lo contaban. Son ellos quienes ahora se empeñan en
destapar y destacar salarios, pensiones e indemnizaciones impúdicas. Pero solo
ahora, cuando todo se desmorona y no antes, cuando acaso podrían haber
contribuido a frenar una sangría con la que, presumo, muchos se apagaban la
sed.
Ahora, al parecer, algunos de
ellos también ejercen de indignados y lapidan en primera plana a quienes antes
protegieron de luz de sus flashes y, gracias a este cambio de rumbo, los
ciudadanos contemplamos atónitos la pornográfica radiografía política de este
país.
En esta era del destape descubrimos
–malversaciones y prevaricaciones aparte- que demasiados cargos públicos de
este país abonados a instituciones y consejos de administración de cajas y
empresas públicas llevan tiempo lucrándose de sustanciosas indemnizaciones,
salarios por encima de sus capacidades, caprichos de lujo pagados con el dinero
de todos y fabulosas pensiones.
Tras despedir a inútiles
directivos de cajas de ahorro arruinadas con compensaciones millonarias, dos ex
presidentes del Tribunal de Cuentas también reclaman al Congreso qué hay de lo
suyo, es decir, que piden 180.000 euros cada uno como indemnización por haber
dejado el cargo. Tampoco se queda atrás la ex defensora del Pueblo, María Luisa
Cava, que ejerció el cargo en funciones y ahora que ha sido relevada también exige
cobrarla. Todos los días se suma uno más.
La cuestión no es si Carlos Divar
renuncia a su indemnización. La cuestión es por qué tiene derecho a ella. Si en
lo público no hubiera indemnizaciones ni pensiones escandalosas no habría que
asumir la vergüenza de pagarlas. Los cargos y representantes públicos en
instituciones, cajas y consejos de administración deberían tener las mismas
condiciones laborales que el resto de los trabajadores del estado, sin
disfrutar de prebenda alguna. Ahora que azotan malos vientos descubrimos que
todos ellos tienen derecho a ser indemnizados. ¿Por qué? ¿Por haber tenido la
suerte de desempeñar un trabajo por el que ya han estado cobrando un generoso
salario, en muchos casos sin tener que acreditar competencia formativa ni profesional alguna?
Ojalá el Estado fuera tan
clemente con quienes de verdad lo necesitan. Porque mientras ellos se blindan
con injustas pensiones e indemnizaciones a los demás nos aplican la reforma
laboral. Por algo será que no la comparten.