miércoles, 26 de septiembre de 2012

El otoño español


Mariano Rajoy decía anoche en la ONU que en España vivimos una difícil pero exitosa transición a la democracia, mientras el auditorio contemplaba atónito desde sus tabletas y móviles las imágenes de la represión policial frente al Congreso en Madrid. “Nuestra experiencia puede ser útil para los países de la primavera árabe”, continuaba el gran líder, sin darse cuenta de que en esos momentos la plaza de Neptuno parecía la plaza Tahrir, en un conflicto con repercusión internacional en manos de la reconocida habilidad como mediadora de la delegada Cifuentes, quien ya había criminalizado de antemano a los rebeldes y había cercado el congreso con un ejército de policías. Como manda la tradición, Neptuno solo puede ser invadida por los hinchas del Atlético de Madrid.

Pero mientras Cifuentes y Cospedal frenaban el intento de golpe de estado de los indignados, su jefe de filas y presidente nuestro, el señor Mariano, ni siquiera estaba en España defendiendo el fuerte. Sino a miles de kilómetros defendiendo ante la ONU la Alianza de Civilizaciones de ZP que tanto denostó. A ver si al final el ataque a la democracia no fue para tanto.

En todo caso, de nada sirven las constantes apelaciones a la confianza de los mercados si el mundo se desayuna con escenas tan deplorables como las de ayer en Madrid. De nada sirven las visitas del rey a los editores del New York Times. Pretender que en España la gente no busca comida en las basuras, es una soberana necedad. No son un secreto las colas a la hora del cierre de los supermercados, cuando los empleados vacían fruta podrida y productos caducados en los contenedores. Ni las esperas en la cocina económica. Que no pase en los mundos de Yupi que algunos políticos habitan, no significa que no exista.

Pero hay algo más preocupante que la propia imagen internacional. Es la quiebra del derecho a la libertad de expresión que se restringe, se criminaliza, se cercena, se mancilla y se desacredita. Los ciudadanos indignados tenemos derechos y dignidad; los mismos derechos y la misma dignidad que Cifuentes, Rajoy y Cospedal cuando se paseaban con los obispos por la plaza de Colón, en aquellas multitudinarias concentraciones a favor de la familia. Aquellos tiempos en los que las calles de Madrid eran elásticas y se abrían las avenidas como las aguas del Mar Rojo para permitir el paso de un millón de manifestantes. Donde ahora, misterios insondables, solo caben seis mil.

Lamentablemente, la policía está demasiado ocupada en sofocar protestas ciudadanas. Ayer, en Reinosa, un señor y su hijo llegaron a casa y se tropezaron con cuatro atracadores que les hicieron frente. La Guardia Civil tardó en llegar cuarenta minutos. Por supuesto, los malos huyeron. El día anterior otro vecino reclamó sus servicios cuando se encontró su casa también desvalijada. Telefoneó a las doce de la noche y llegaron a las ocho y media de la mañana. Tenemos claras cuáles son las prioridades.

Pero los políticos solo quieren aplausos, y no aceptan los abucheos con la misma deportividad. Nos hemos escandalizado de que Putin haya metido en la cárcel a las Pussy Riot, pero aquí vamos a juzgar a seis personas por insultar al ministro Wert cuando visitó la Menéndez Pelayo, y un juzgado ha condenado a una accionista del Igualatorio Médico a pagar seiscientos euros por llamar al director general sinvergüenza, que es sinónimo de frescales o insolente.
En el Congreso superan la categoría de este epíteto cada dos por tres, y no digamos en los programas deportivos. Y, la verdad, cosas peores nos ha dicho Andrea Fabra desde el escaño y ahí sigue, con sus cinco mil euros mensuales, su ipad, su iphone, su conexión a internet gratis y una tarjeta con tres mil euros anuales para gastarse en taxis. Como para permitir que un indignado en camiseta y chanclas la levante del sillón de la democracia. A esta no la destierran a Canarias, como a la periodista ciega que no vio la Diada.