Mariano Rajoy decía anoche en la
ONU que en España vivimos una difícil pero exitosa transición a la democracia,
mientras el auditorio contemplaba atónito desde sus tabletas y móviles las imágenes
de la represión policial frente al Congreso en Madrid. “Nuestra experiencia
puede ser útil para los países de la primavera árabe”, continuaba el gran líder,
sin darse cuenta de que en esos momentos la plaza de Neptuno parecía la plaza
Tahrir, en un conflicto con repercusión internacional en manos de la reconocida
habilidad como mediadora de la delegada Cifuentes, quien ya había criminalizado
de antemano a los rebeldes y había cercado el congreso con un ejército de policías.
Como manda la tradición, Neptuno solo puede ser invadida por los hinchas del Atlético
de Madrid.
Pero mientras Cifuentes y
Cospedal frenaban el intento de golpe de estado de los indignados, su jefe de
filas y presidente nuestro, el señor Mariano, ni siquiera estaba en España defendiendo
el fuerte. Sino a miles de kilómetros defendiendo ante la ONU la Alianza de
Civilizaciones de ZP que tanto denostó. A ver si al final el ataque a la
democracia no fue para tanto.
En todo caso, de nada sirven las constantes
apelaciones a la confianza de los mercados si el mundo se desayuna con escenas
tan deplorables como las de ayer en Madrid. De nada sirven las visitas del rey
a los editores del New York Times. Pretender que en España la gente no busca comida
en las basuras, es una soberana necedad. No son un secreto las colas a la hora
del cierre de los supermercados, cuando los empleados vacían fruta podrida y
productos caducados en los contenedores. Ni las esperas en la cocina económica.
Que no pase en los mundos de Yupi que algunos políticos habitan, no significa que no exista.
Pero hay algo más preocupante que
la propia imagen internacional. Es la quiebra del derecho a la libertad de
expresión que se restringe, se criminaliza, se cercena, se mancilla y se
desacredita. Los ciudadanos indignados tenemos derechos y dignidad; los mismos
derechos y la misma dignidad que Cifuentes, Rajoy y Cospedal cuando se paseaban con los
obispos por la plaza de Colón, en aquellas multitudinarias concentraciones a
favor de la familia. Aquellos tiempos en los que las calles de Madrid eran elásticas y se abrían las avenidas como las aguas del Mar Rojo para permitir el paso
de un millón de manifestantes. Donde ahora, misterios insondables, solo caben
seis mil.
Lamentablemente, la policía está
demasiado ocupada en sofocar protestas ciudadanas. Ayer, en
Reinosa, un señor y su hijo llegaron a casa y se tropezaron con cuatro
atracadores que les hicieron frente. La Guardia Civil tardó en llegar cuarenta
minutos. Por supuesto, los malos huyeron. El día anterior otro vecino reclamó
sus servicios cuando se encontró su casa también desvalijada. Telefoneó a las
doce de la noche y llegaron a las ocho y media de la mañana. Tenemos claras cuáles
son las prioridades.
Pero los políticos solo quieren
aplausos, y no aceptan los abucheos con la misma deportividad. Nos hemos
escandalizado de que Putin haya metido en la cárcel a las Pussy Riot, pero aquí
vamos a juzgar a seis personas por insultar al ministro Wert cuando visitó la
Menéndez Pelayo, y un juzgado ha condenado a una accionista del Igualatorio Médico
a pagar seiscientos euros por llamar al director general sinvergüenza, que es
sinónimo de frescales o insolente.
En el Congreso superan la categoría
de este epíteto cada dos por tres, y no digamos en los programas deportivos. Y,
la verdad, cosas peores nos ha dicho Andrea Fabra desde el escaño y ahí sigue,
con sus cinco mil euros mensuales, su ipad, su iphone, su conexión a internet gratis
y una tarjeta con tres mil euros anuales para gastarse en taxis. Como para permitir que un indignado en camiseta y chanclas la levante del sillón de la democracia. A esta no la destierran a Canarias, como a la periodista ciega que no vio la Diada.