jueves, 4 de octubre de 2012

El voto de Homer Simpson


Homer Simpson ha votado por Ronmey, porque la mujer de Obama es una fanática de las verduras –y al padre de Bart le repugna la comida sana- y porque, tras la polémica reforma sanitaria del actual presidente, el abuelo sigue vivo, ha explicado en el inicio de la nueva temporada de la serie.

Hay muchas explicaciones sobre el trasfondo mental que incita al voto. Pero muchos ciudadanos comparten la motivación de Homer: Votar contra lo que no les gusta, por descarte. Michelle come alcachofas y a mi me van los donuts, luego entonces voto a Mitt.
Con estos mimbres, esta desafortunada elección entre lo malo y lo peor, tenemos que ir superando etapas democráticas; aún a sabiendas de que nuestro voto no ha ido a parar a nadie en quién confiemos, sino a quien se muestra menos agresivo con nuestros intereses y convicciones. El ejercicio en las urnas sirve para reprender pero pocas veces para reforzar unas convicciones, excepto para un limitado ejército de convencidos y contribuyentes de la cuota militante.

Probablemente este singular sistema de selección es herencia e influencia de la propia conducta política, cuyos líderes apelan constantemente al ‘y tu más’ cuando son pillados en falta. Este método genera una pestilente pirámide de despropósitos, que equivale a entablar una estúpida competición por ver quién lo hace peor, y que es moneda de cambio común en el debate político, si es que aún se puede denominar así.

Dicen que nuestro cerebro está educado para escuchar solo lo que quiere oir, lo que contribuye a minorar la eficacia de los mensajes y campañas políticas. Así, los convencidos, por tanto, se tapan la nariz e intentan buscar en las filas de la competencia política, otra equivalencia, otro ejemplo, que huela igual de mal o peor.
El resto de ciudadanos no siempre realizamos un escrutinio intelectual. Más bien nos conformamos con contribuir a que determinados partidos se alternen en el poder, fruto del desencanto que nos hace percibirlos como iguales. E incluso cabe la posibilidad, de que si ningún partido político nos ha provocado suficiente indignación como para votar a su contrario, simplemente nos quedemos en casa y optemos por la abstención, ignorando que también es una fuerza decisiva por lo que de alguna manera estamos manifestándonos en contra de nuestra voluntad.

No se por qué presumo que en esta ocasión las elecciones norteamericanas se decidirán por este primario sistema de selección. Porque los ciudadanos progresistas no tienen opciones, ni candidato que les represente. Nadie ajusta cuentas a Obama de su verdadero fracaso, que no es la economía, ni el seguro médico, sino su rotunda traición a los valores que le hicieron presidente hace cuatro años, y que le condecoraron –a la vista está que con demasiada ligereza- con la ejemplar medalla del Premio Nobel de la Paz, galardón que ha deshonrado sin sonrojo y sin consecuencia política alguna, que es tal vez lo más pasmoso.

Aspiró a cambiar el mundo con las palabras. Hasta que ganó las elecciones y salió a reducir ese acerado corazón de barras y estrellas que –casi- todo patriota norteamericano lleva dentro. Ese otro Obama –muy distinto al cálido y didacta defensor de los derechos humanos- que tuvo la sangre fría de ordenar y ver en directo el asesinato del terrorista Ben Laden. Lo que, por desgracia, le convirtió en su igual. En una persona que renuncia al estado de derecho para librar las batallas con la violencia de sangre y fuego que tanto parecía abominar.  

Obama confundió la justicia con la venganza. Asesinó al terrorista, en lugar de detenerle y juzgarle. Y ahora amenaza con abundar en el error en un nuevo escenario. Prometió justicia para el embajador estadounidense asesinado en Libia por el grupo Ansar Al- Sharia, simpatizantes de Al Qaia. Pero en realidad planea ejecutar una nueva venganza con sello yanqui, y prepara un conjunto de represalias por el atentado. Un plan del Pentágono y la CIA que incluye bombardeos con aviones sin piloto.

Cuesta asimilar que la ciudadanía estadounidense, aún adormecida por la promesa incumplida del sueño americano, no se haya despertado del encantamiento para exigir, con la contundencia que la acción merece, responsabilidad al pacifista y Nobel Obama que ha jugado a la guerra con más determinación y encono que George Bush –padre e hijo-, quienes con sus aventuras militares se limitaron a cumplir lo que ya avanzaron en sus promesas electorales, por muy deplorables que fuesen sus acciones.

En realidad, a la hora de votar muchas veces no buscamos razones sino excusas. Por eso habrá quien siga confiando en Obama, fingiendo que su oponente es peor. Tal vez, a falta de una opción mejor, voten lo que voten, estarán equivocándose. Eso sí, de forma absolutamente democrática. Y como dice Paul Auster, para los que no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión. Y es, a la vez, el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás, en palabras del archicitado Churchill. Eso sí, Homer Simpson corre el riesgo de que le gobierne el marido de una fanática del brócoli.