miércoles, 3 de octubre de 2012

Mar de otoño

He madrugado y estoy en Castro. Pisando la arena fría del otoño que parece salir de ese mar gris infinito cuyo final me entretengo en imaginar. Soy la primera que estropeo la tersura de la arena planchada por la maquina de la limpieza, mientras las olas se apagan con suavidad conquistando cada vez mas playa. Me salpican algunas gotas frías de ese mar que se abraza a la arena y que en cada batida se va acercando mas a mis pies.
No hay nada que perturbe este paisaje, lejos de su estampa bulliciosa del verano, que ahora poseo para mi sola y cuya humedad y frío me van penetrando, haciendo que olvide por que he venido hasta aquí.

Camino a la vera de este mar hoy tranquilo, que se mece con suavidad sobre mi solitario paseo, que ruge con animo desmayado y que se confunde con un cielo gris que hoy no despertó al amanecer.
La sensación del frío en mis pies desnudos me hace andar ligera. Me desprende del ruido y me atrapa. Siento la necesidad de fundirme en el, de provocar una sensación sobre mi cuerpo acostumbrado al calor. Nadie sigue mis pasos. Nadie sabe que estoy aquí, aunque cualquiera podría estar recorriendo mis pasos con su mirada, detrás de una de esas ventanas que miran al mar.
Aun así siento que mi intimidad esta protegida. Porque no necesito dar saltos, ni gritos, ni competir contra mi misma en carreras estúpidas. Solo voy a dejar los zapatos en la orilla y caminar abriendo un sendero entre este mar que se me echa encima, que me recibe con suaves abrazos de espuma, solo quiero dejarme mecer por su vaivén helado que despierta y sacude mi cuerpo antes dormido bajo la ducha caliente.

Nado hasta el extremo de la playa, rodeando las puntiagudas rocas entre las que se cuelan las olas dibujando entretenidos laberintos de espuma. Una gaviota impertinente quiebra el silencio de este amanecer sin colores y sin luz. Es miércoles. Nadie planea nunca empezar una nueva vida en miércoles. Pero las cosas siempre suceden de manera imprevista, en los momentos y en los días grises del calendario.

Hay alguien que me mira. Alguien que ha caminado en paralelo a la sombra de mis huellas sobre la arena. Me basta un vistazo rápido para comprobarlo. Escucho detrás de mi sus brazadas enérgicas, que aplastan con determinación la lamina de agua sobre la que yo ahora floto en silencio. Sus zapatos descansan en la arena, a pocos metros de los míos, perfectamente colocados, con las puntas mirando al mar. Los míos me esperan al revés, esperando ser calzados para despedirse de la arena y caminar en otra dirección.

De repente me siento molesta. El desconocido se acerca cada vez mas, y estoy cansada de resistir el afán del mar por empujarme a las rocas. Necesito volver. Me giro con determinación y el mar me responde con una ola mas fuerte que nos desnuda a la mirada del otro, que nos deja frente a frente escupiendo el agua que nos ha vencido. Alguien grita desde la orilla. Un señor con un perro que corre en círculos y ladra con escándalo pregunta si necesitamos ayuda. Ninguno de los dos contesta. En un ataque de verdadera estupidez femenina me preocupo por como tengo el pelo.
Otra persona emerge de las rocas y saluda con el brazo en alto, entablando una ruidosa conversación con una señora que desciende a paso ligero y con ropa deportiva la ladera verde que cuelga sobre la playa. El mar y el cielo se despiertan y comienzan a separarse en el horizonte, y cada uno se viste con un color diferente. A la carretera antes silenciosa se asoman ahora mas coches, cuyo ruido empaña el rugido del mar, que ahora suena con menos vigor. Alguien sacude una alfombra desde el quinto piso del edificio frente al que nadamos. Volvemos juntos a la arena, despacio, mientras se despiertan las persianas de los edificios y la playa se va llenando de corredores en pantalón corto. El mismo mar que antes me llamaba, ahora me expulsa con una rabiosa sacudida de espuma. Nos miramos de reojo mientras intentamos secarnos. Espero que no perciba que lo estoy haciendo con un floreado pañuelo de cuello que luego escondo en el fondo del bolso.

Ya no puedo volver sobre mis pasos, porque estos se confunden ya con una decena de pisadas. No me despido del desconocido, con quien no he cruzado palabra. Abandono la playa con paso ligero y en el baño de la primera cafetería que encuentro intento limpiar mi piel de pegamento de salitre que ahora, seco, me resulta molesto. Me lavo la cara y me seco el pelo con el aire del secador de manos. Me pongo colorete y me aplico la barra de labios frente a un espejo desconchado y ahumado, que afortunadamente no me devuelve un reflejo muy nítido.
En dos minutos llego con tiempo de sobra a la cita. Me pido un cafe. Abro el periódico y lo vuelvo a cerrar. Pienso en los políticos dando sus ruedas de prensa; en el rescate; en Cifuentes, que habrá madrugado mas que yo para retocarse el rubio en la peluquería; en el nuevo escandalo político en Valencia; en los contenedores inteligentes de basura de Santander, hasta en los mercados financieros. Absurdas preocupaciones que no existían dentro del mar.
Llega mi cita, un compañero de la facultad con su cliente que me tiende la mano. Agradezco que no intente besar mi cutis salado. Le acerco la mía con energía y ambas se funden en un cálido abrazo que huele a mar. No nos atrevemos a mirarnos durante el resto de la reunión. Hablamos como dos extraños, representando cada uno nuestro papel.   En lugar de solucionar el asunto que nos ha traído hasta aquí, ambos coincidimos en convocar una nueva reunión. La semana próxima. Aquí, abrazada al mar de Castro en otoño.