lunes, 25 de marzo de 2013

Desmontar con abrazos al FMI

Tan huérfanos como estábamos de un líder después de repetidos fraudes de muy distinto cariz como Obama, Chavez o la acerada Merkel, que ha heredado la dureza e impermeabilidad de la Thatcher, dos personajes de desconcertante y diferenciada apostura –Kiko Veneno y el papa Francisco- son quienes a contracorriente siembran los alegatos humanistas, intensos y puros, pero con parcas posibilidades de germinar en este mundo, que algunos han manipulado hasta convertir en una inquietante maquinaria para ganar dinero que escupe billetes y genera infelicidad, aeropuertos sin aviones, bótox, mapas del clítoris, e incluso ridículas y aplaudidas deconstrucciones culinarias.

Uno, Kiko Veneno, por su probado ascetismo vital más creíble que el otro, que se ha asomado al balcón del Vaticano con una lista de buenos propósitos, que tendrán que hacerse carne o se diluirán entre las brumas del aleteo de la paloma espiritual de la habitual liturgia eclesiástica.

No deja de tener su gracia que nadie más que el papa nos invite a huir de la sed del dinero, mientras nuestros líderes políticos se afanan en navegar en dirección contraria, tratando inútilmente de saciar el voraz apetito de los mercados financieros exprimiendo aún más los manantiales, ya secos, de los ciudadanos, a quienes no dudan en sacrificar con tal de que todo siga igual de mal que antes.

Hoy, en la prensa, Kiko Veneno dice que se puede vivir sin el Fondo Monetario Internacional, sin suerte y sin dinero; pero no sin abrazos y sin besos. No debemos tener miedo de la bondad ni de la ternura, clama el papa.

Si no aprendemos ahora, no vamos a aprender nunca, alerta el cantautor. En estos treinta años de aparente felicidad hemos estado construyendo la miseria que ahora nos invade, nos hemos dedicado a hablar de fútbol y a comprar y vender pisos, ¿y qué riqueza hemos creado? La frustrante respuesta constata que no tiene sentido aspirar a reconstruir y recorrer el mismo camino, para llegar a su final, que es el precipicio. Ya lo dijo Aristóteles, no todo término merece el nombre de fin, sino tan solo el que es óptimo.