miércoles, 10 de abril de 2013

A trescientos metros de la realidad


Tolstoi decía que la razón no le había enseñado nada, que todo lo que sabía le había sido dado por el corazón. Ni con una, ni con otro, podríamos encontrar sentido a lo que publican hoy los periódicos con extravagante naturalidad.
Al parecer, el Pentágono de aristas de acero ensayó ayer con éxito en aguas californianas un cañón láser capaz de destruir drones y aviones a la velocidad de la luz por un precio de todo a cien: A euro por disparo; lo que sin duda contribuirá a abaratar los costes de las guerras y, solo entre cuatro sensatos, aumentará el temor de que se multipliquen. Temor que los políticos disiparán rápidamente, en cuanto se reactive la industria armamentística y se genere un repunte de dos empleos a media jornada como esclavo en una fábrica de los que puedan presumir en los telediarios.

Su mayor riesgo –destaca la noticia- es que el cañón láser podría derribar por error un avión de pasajeros, pero para eso ya se han inventado los daños colaterales, que son como la políticas de austeridad de Merkel y Rajoy, que lo justifican todo. La falta de dignidad, de libertad y hasta de alimento.

Mientras esto se desmorona el Gobierno español trabaja con ahínco en que no caduquen los yogures, y en acercar las urbanizaciones y los chiringuitos aún más a la orilla del mar, apenas a veinte metros, para ponernos más a tiro del rayo láser letal de los yanquis.

La privatización de la costa no iba a ser una excepción y, además, imperiosamente hay que hacer hueco porque las mansiones de los ricos ya no caben en primera línea de playa. Lo malo es que con la nueva orden de alejamiento, si ellos cuelgan sus chalets de los acantilados no podremos acercarnos a menos de trescientos metros. Aunque, bien mirado, ya era hora de que alguien nos protegiese a los ciudadanos de los políticos, que falta hace, especialmente de algunos ejemplares especialmente tóxicos.

Así, mientras los demás estemos pagando de por vida los intereses de la hipoteca de la casa que nos embargó el banco, ellos se otorgarán generosos préstamos con intereses ridículos para que pueda resurgir una nueva era del ladrillo, con la espuma de las olas lamiéndoles el felpudo, que hinchará de salitre sus egos.

Los políticos despejarán centros comerciales, estadios de fútbol y plazas públicas, estarán aún más aislados de la realidad en un perímetro de inseguridad y soberbia. Se apartarán los ciudadanos a su paso, como las aguas del Jordán. Me siento tan aislado –escribió Pessoa- que puedo palpar la distancia entre mi y mi presencia.

Decía Paul Valery que la política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe. Pero la democracia no es el silencio, por más que intenten convencernos de que protestar es de terroristas.

Hace solo unos días que José Luis Sampedro está ausente. Y la negativa a debatir siguiera la injusticia de la dación en pago, las órdenes de alejamiento de los ciudadanos y de acercamiento al mar, nos avergüenzan un poco más, si acaso es posible.

Se nos hace tarde. El tiempo no es oro. El oro no vale nada. El tiempo es vida. Y se habla mucho del derecho a la vida, pero no del deber de vivirla. Lo que más me indigna –denunciaba Sampedro- es la indiferencia con que se contemplan las cosas, y la ignorancia y la soberbia de los dirigentes.
Pero nos gobiernan a través del miedo. Somos hormigas debajo de sus botas, que diría Ramiro Pinilla. Y ahora esa estúpida distancia, que lo deforma aún más todo. No les intimida pasar sus vacaciones con un narcotraficante, pero no soportan que se les acerquen ciudadanos indignados y desesperados.