A las nueve y media de la noche dejé de dar pedales.
Había ideado un plan. Cuarenta y cinco minutos de relajada rutina gimnástica en
la bicicleta estática alumbran muchas reflexiones. Al principio no soportaba el
aburrimiento del ejercicio, ahora lo he convertido en un tiempo de abstracción,
dada mi acusada tendencia al ensimismamiento.
Desde la bicicleta había visto caer la tarde y cómo se iban encendiendo
las luces de los escaparates antes que prendiesen las farolas que, más perezosas, van
despertando poco a poco, del letargo a la llamada del ocaso. Es
entonces cuando se adivinan las sombras a través de las las cortinas. Siempre me ha fascinado contemplas, más bien intuir, escenas
cotidianas a través de los cristales, creo que es por influjo de ‘Mujercitas’ y de
Dickens. Yo siempre soy la espectadora que quiere penetrar en los hogares como
un personaje más.
Me embelesa el regocijo de los barullos tras algunas
cortinas, y como solo puedo percibir la mímica me voy inventando los diálogos.
Que es otro pasatiempo adquirido ya hace tiempo. Cuando estudiaba en
Madrid, como siempre andábamos en apuros, a una
de mis compañeras de piso se le ocurrió montar un
negocio de lectura a domicilio. Buzoneamos montones de octavillas y nadie
llamó.
Pasó el invierno, llegó la primavera y una tarde de julio una señora llamó por teléfono. Quedamos al día siguiente en su salón acristalado atiborrado de cuadros, plantas, libros, alfombras y
tapetes. Había mucho de todo y olía demasiado a nardos. Me entregó una novela
que resultó ser muy floja. Una decepción. Al tercer día cogí confianza y empecé
a alargar y a engordar algún diálogo. Acabé improvisando incluso alguna mínima escena, también
sobre la marcha.
Cuando se acabó el libro
dijo que la había gustado mucho y quiso que lo leyese otra vez. No pude volver.
Hubiese sido incapaz de recordar todas mis invenciones.
Practicar el doblaje de
las escenas de ventana no me trae contratiempos. Pero mientras doy pedales pienso que
de todas las que se van iluminando, como chinchetas en el perímetro de mi
perspectiva geográfica, prefiero las individuales. Ahí no me invento diálogos,
imagino emociones. Una lámpara prendida, una persona que come sola, otra
sentada en un sillón frente al televisor encendido, un cigarro en la ventana.
Unas veces siento calor y sosiego, otras vacío y soledad. Una vez se suicidó un gato desde la ventana
del quinto del edificio de ladrillo rojo. Éramos pequeñas. Recuerdo que su
propietario siguió asomándose a ella, mirando al suelo, durante años. Se hizo
viejo allí, contemplando su ausencia.
Después de bajarme de la bicicleta he comenzado los preparativos. Durante todo el día he pensado en las luces
misteriosas y he decidido hacer guardia esta noche, por si vuelven a aparecer. Pienso
que plantearlo como un enigma le dará un toque de aventura al confinamiento. También
–lo confieso- me despierta una extraordinaria curiosidad.
Cuando terminé de cenar comprobé, aliviada, que aún
tengo sobres de sopa para nueve días. Después he visto una película triste de
Tavernier, que ya conocía, y pasadas las doce he cerrado las cortinas del salón antes de
apagar la luz, por si había alguien mirando desde el misterioso balcón. Quiero que crean que me voy a dormir.
La cocina está en el sur, a cubierto de miradas indiscretas. He
preparado un termo de colacao, que nunca tomo, pero me ha parecido que podría
aburrirme durante la espera. A última hora, también cojo cinco galletas.
Mi plan es permanecer despierta vigilando el balcón desde las sombras. He sacado, del cajón de la habitación burbuja, el mapa que
dibujé el otro día de la casa y he estado calculando desde qué ventana puedo
ver con más precisión el sospechoso objetivo. Desde el ala oeste
tendré mejor perspectiva. Eso supone adentrarme en el pasillo largo, la zona de
sombras que nunca piso. La estancia más adecuada es la que tiene una mesa y un
sillón junto a la ventana. Ahí podré esperar a oscuras sin ser detectada. Pero tendré que abrir una puerta, la de la habitación
de Pili…