Leo que se congela la
primavera, que ha nevado tímidamente en Madrid y que soplará un aliento frío
que llega de Escandinavia. No puede haber metáfora más rotunda del estado de
malestar que padecemos. En el mapa prendido de los azulejos de la cocina repaso con el dedo el contorno de Noruega e imagino un paisaje gélido, verde y
azul. Estoy tomando el segundo café del desayuno y mi propósito es ir al
despacho a anotar en un cuaderno lo de anoche.
Antes, lavo el termo
verde con los restos de Colacao. Era ya muy tarde cuando lo dejé en el
fregadero. Entré en la habitación de Pili exactamente a las doce y veintitrés minutos.
Lo sé porque nada más instalarme junto a la ventana, a oscuras, la envié un
mensaje con la precaución de que la luz de la pantalla del móvil no revelase mi
presencia: “Pili, acabo de entrar en tu cuarto. Tengo una misión, ya te contaré”.
Permanecí dentro dos horas y veinticinco minutos, a oscuras e inmóvil. La
persiana bajada solo hasta la mitad de la ventana. Me bastaba así para vigilar el
objetivo a través del ligero visillo.
Reconozco que la contemplación
del balcón se me hizo soporífera así que allí, entre sus cosas, fue
inevitable recordar el día que Pili apareció en esta casa. Con ella llegó una
alegría que no habíamos conocido, a pesar de que las hermanas Agüero teníamos
un mundo propio extravagante y divertido. Inventábamos palabras, nos encantaba comunicarnos
con muecas y onomatopeyas. Nos tratábamos siempre de usted. “Oiga, señora, ¿jugamos a botones?” y de
un saquito de tela del costurero de mamá salía un ejército. Todos tenían
nombre. Los bautismos de nuestros muñecos siempre fueron peculiares. Carlos Saura, rubio, de plástico rígido. Lola Flores, también apodada Pecosina, y Felipe
González, pelirrojo y con chupete. El preferido de Bego era más escuálido, Pelo de mujer. Porque nos recordaba al
cardado de la abuela Estrella. Todavía Pili jugó con ellos e incluso alguno duerme en los altillos de esta casa.
Estaba sentada frente
a la ventana, desanimada y convencida de que no volvería a ver las luces. Aparté
la vista del cristal y adiviné la silueta de las zapatillas de pana azul de
Pili. Llegó con tres años y medio. Era la primera vez que veía una ciudad. En
realidad, era la primera vez que veía algo más que el fascinante paisaje de
alta montaña de su pueblo. Sus primeras frases se han hecho míticas entre las Agüero: ¿Por
qué han tapado lo verde? preguntó al salir el primer día a la calle, y “¿dónde
están las vacas?”, apostilló a continuación presa de un desconsolado estupor.
Fuera, persistía el
silencio y la oscuridad. Decidí tomar el colacao
y racionar las galletas. Me comí solo dos. Por puro aburrimiento abrí un cajón
del escritorio para buscar el libro de colorear mandalas. Al ver la letra de
Pili en un papel, menudita y perfecta, recordé aquel invierno cuando le se le
ocurrió escribir lo que pomposamente bautizó como 'El libro de las enfermedades
de familia'. En realidad, un cuaderno de espiral amarillo que todavía conservamos. Allí aparece registrado el día
en que mi primo Sergio se metió una alubia por la nariz, y cuando a mamá le dio
un 'alcólico' de riñón. Cada vez que alguien tosía –no pude evitar una
carcajada- se ponía en guardia con entusiasmo, por si empeoraba y podía abrir
un nuevo registro.
Pili
llegaba con el otoño y se despedía en junio. El verano se convirtió durante
años en un tiempo de orfandad. La añorábamos con ansiosa intensidad y, en realidad, nunca estaba ausente porque se asomaba a todas nuestras conversaciones.
Una
hormiga solo puede ser hormiga. Y hacer todos los días lo mismo, transportar
comida al nido. A nosotros -desveló Sartre- nos condenan a ser libres. Yo nunca
he sabido muy bien para que estaba hecha. Se cuál es mi trabajo, que es mi
vocación. Pero ante tormentas y naufragios he sentido un apabullante complejo
de inutilidad, el desasosiego de que todo lo que hago es prescindible. No puedo
curar. No puedo salvar a nadie.
Quizá
lo mejor que he hecho en la vida es algo tan cotidiano como cuidar a otros. Por
eso cuando llegaba el otoño nos vencía esa alegría efervescente en las pequeñas
cosas que compartíamos con Pili.
Me
puse un poco triste y me agaché a coger un pañuelo del último cajón de la mesa.
Al incorporarme, el balcón hizo un guiño, como si pretendiese aliviar mis
lágrimas. Hubo un destello, después otro y otro. Me quedé paralizada. Volvieron
otra vez las luces, con idéntico ritmo. Un, dos, tres… La secuencia se repitió cinco veces. Entonces, alguien respondió desde el otro lado de la calle. No
podía ver exactamente de dónde procedían los destellos porque el edificio queda
oculto en la curva de la acera, pero percibía los reflejos con absoluta nitidez. Tenía el corazón acelerado y las manos muy
calientes. Las señales intermitentes de las linternas se repitieron algunas veces más. No se cuántas porque eché a correr a
oscuras al cajón de herramientas de papá, a rescatar los prismáticos. Los abrí
con urgencia, pero los cristales estaban nublados después de tantos años sin
uso. Aún así, a través de las lentes borrosas, en un fugaz destello, la linterna iluminó una
sombra en el balcón de barandillas blancas que me sobresaltó vivamente. El
misterioso individuo llevaba puesta una máscara de Darth vader. Más confundida
que impresionada me fui a dormir.