Anoche sucedió algo. Eran más de las dos de la mañana.
Me había quedado en el sillón del salón intrigada por alcanzar el desenlace de
un libro. Me levanté, apagué la lámpara de pie y a tientas, entre las sombras, con
los párpados vencidos, caminé hacia el ventanal para cerrar completamente las
cortinas. Me gusta simular ceguera y recorrer la casa de memoria adivinando los
contornos y las esquinas. Abrí los ojos cuando rocé el cristal con la punta de
mis dedos extendidos. Miré distraída hacia la calle. Algo brilló durante unos
segundos ahí fuera, prendido en el vacío negro. Esperé un rato, congelado el
gesto, mi mano agarrada a la cortina. Sombra y silencio. Hay dos farolas ciegas y el resplandor de las otras solo ilumina la acera. El fugaz brillo me
había hecho dar un brinco, probablemente sin razón. Habré percibido el último
fulgor de una luz que se apaga. Todo el mundo duerme –traté de razonar- y si
hay insomnes estarán contando ovejas en la oscuridad de su habitación.
El confinamiento no tiene nada de aventura, solo de
rutina. Antes de acostarme entré al baño a ponerme crema en la cara. Es un
hábito nuevo que me cuesta mucho seguir. Me empeñé a fondo aplicándola con detalle,
a pequeños impulsos, tecleando mis dedos sobre la piel. Examiné el resultado en
el espejo. Diez días de terapia hidratante y la arruga del entrecejo, la brecha
más rotunda de mi rostro, sigue ahí. Con ambas manos estiro la piel a la altura
de las cejas tratando de aliviar el surco. Al fin, derrotada por su
persistencia, aprieto los ojos y me resigno al consuelo de que no han prendido aún
patas de gallo.
Apagué el interruptor y me acerqué a la ventana a correr la
cortina. Entonces sucedió. Esta vez pude verlo con claridad. Un relámpago de
luz. Fugaz. Esperé quieta, escondida en las sombras. Uno, dos, tres ramalazos
luminosos, como impulsos de linterna.
Sin prender
la luz traté de calcular de dónde procedía. Me desconcertaba la distancia y la
altura de las señales. Repasé mentalmente las siluetas de la calle y concluí
que debía provenir del edificio gris del fondo, el de la esquina en chaflán. Es raro –pensé- porque
jamás he visto a nadie ahí.
Admito que el asunto me sumió en un
inquietante desconcierto, ¿quién hacía señales con una linterna desde aquella
ventana a las dos de la mañana? ¿Eran realmente señales o es que este encierro desborda
mi razón?
Me había espabilado completamente. Con vehemente decisión y presa de
una gran excitación abrí la ventana del baño para intentar ver mejor el distante balcón. No
pensé que fuese a provocar tanto ruido en el sepulcro negro de la noche. Lamenté
no haberla engrasado porque al tirar de ella gimió con aspereza y retumbó en el eco de la
noche. Todo sucedió muy rápido. De súbito, un haz de luz más fuerte que los
anteriores se precipitó sobre mi cuerpo. Me deslumbró con más sorpresa que intensidad y el miedo me empujó atropelladamente a la oscuridad
interior del pasillo, tras lanzar un grito de terror. Podía oír mis propios
latidos. Permanecí largo rato sentada en la alfombra del recibidor, la
estancia más segura de la casa, el único espacio sin ventanas. Paralizada por
un escalofrío de hielo.
Al fin encontré el aliento suficiente para levantarme sin hacer ruido. Miré a
través de la puerta del baño. La ventana seguía abierta. Fuera, solo había oscuridad.
Me atemorizaba dormir sin cerrarla, y me atemorizaba también acercarme a
hacerlo. Temía que aquel foco volviese a caer sobre mi.
Tras varios minutos de vacilaciones me
adentré agachada con pasos cautelosos en la estancia y, desde la altura del lavabo, en un movimiento rápido empujé
la ventana, aseguré el pestillo, corrí la cortina, atravesé el recibidor, alcancé
el pasillo pequeño y cerré tras de mí la puerta del dormitorio.
Me desvestí a
oscuras, sin hacer ruido, y al meterme en la cama me tapé la
cabeza con las sábanas. Allí, a salvo, en la madriguera, rememoré toda la
escena. Sé dónde procede la luz. Del
balcón del quinto piso con barandillas blancas torneadas, coronado por un dintel.
Del edificio de la fachada gris. Lo más raro es que en cuatro
décadas nunca he visto a nadie asomarse a él.
Me despertó un ruido ya vencida la mañana. Eran las
diez. No recuerdo cómo conseguí quedarme dormida anoche en medio de aquella
tremenda excitación. Veo por la ventana del patio que un vecino trata de
arreglar a martillazos un desvencijado tendal.
Preparo café y pan tostado. Miro las islas Bermudas en
el mapa de la pared. Pura leyenda. Hoy se han disipado las tinieblas. ¿Cómo pude
dejarme llevar por el pánico? Alguien con una linterna trató de gastarme una
broma. Un niño. ¿A esas horas? Un adolescente fantasioso y aburrido. Sí, es más probable.
Espero que hoy sea un día tranquilo, necesito sosiego después
del susto de ayer. Pero inmediatamente suena una sirena en la calle. Retiro la
cortina y me asomo al ventanal norte con la vista prendida del balcón del
chaflán. La Policía está hablando con una chica rumana que vive con tres
chiquillos en la destartalada casa naranja pequeña. Los niños se pasan el día
saltando en el balcón y a menudo corretean por la calle desierta. Ella tiene
una bicicleta con una caja de plástico que pone Amstel amarrada atrás que todos
los días trae atiborrada de objetos extraños y deformes que consigue en las basuras. Me queda un poco lejos y no alcanzo a entender qué dicen. Aparece en el portal otra mujer, más mayor, que por su atuendo –pañuelo
negro a la cabeza y delantal- parece
salir de la Rumanía de Ceaucescu.
Me interrumpe el teléfono. Para una vez que pasa algo. Viene mi hermana Begoña a
traerme provisiones. Tengo que bajar a recogerlas al portal y eso me pone en
guardia. Me pongo los guantes y cojo un trapo empapado de lejía. Me crispa
tener que salir de la burbuja, menos mal que no me tropezaré a nadie.
Me
equivoqué. Si la noche fue turbulenta el día también. En un instante se quebró
el silencio de once días de encierro con un barullo insólito. Sale del ascensor
una vecina, entra en el portal el señor de la limpieza y baja por las escaleras
el del sexto. La policía sigue hablando con las señores que asienten con la
cabeza y dicen: “ya, ya, ya”. Se abre el portal de enfrente y aparece la chica del
perro gris. Por la cuesta sube un señor en bicicleta y baja otro como un
relámpago en patinete eléctrico hablando a gritos por el móvil.
He entrado en
pánico. Demasiados riesgos, no se si he conseguido mantener la distancia de seguridad. Subo al ascensor y, al fin, estoy otra vez en casa. Dejo los zapatos
castigados en la escalera. Me quito con cuidado los guantes, el gorro y la bufanda. Me lavo las manos. Me cambio de ropa. Cuando acabo mi histérica
liturgia de desinfección miro a mi alrededor con encendido estupor. Entro en la
cocina, paso por el recibidor… ¡me he dejado la compra en el portal!
Desde
anoche se suceden inquietantes perturbaciones. He tomado la decisión de
averiguar que pasa en el balcón de barandillas blancas. Esta noche.