El martes es un
día efervescente, porque me asomo al exterior. Hablar una hora se me hace
raro, porque la mayoría de mis conversaciones transcurren en el silencio de la
escritura. Anoche me di cuenta de que estaba cantando mientras me hacía una
tortilla francesa de cebolla, que mi madre y yo solíamos compartir para cenar con
deliciosa frecuencia. Hace unas semanas ni siquiera podría haber soportado su
sabor. Hoy, en medio de esta adversidad, desde que empecé a temer al virus, siento
que comienzo a vencer naufragios más feroces.
Hoy, además, no hay nubes y algunos
balcones se han llenado de alegría con gente tomando el sol. En la ventana de
mi cocina aún no germinan las lentejas que planté hace dos días y estoy
impaciente por verlas crecer. He desayunado más rápido que de costumbre frente
al mapamundi, explorando los contornos de la Antártida. Después he elegido ropa
y ahora tengo que arreglarme el pelo y maquillarme para asomarme a la cámara
del ordenador. Al bullicio virtual de una clase con veinte estudiantes que anhelan
salir de este encierro.
Yo, en cambio, cada día me encuentro más cómoda en este exilio
interior. Aunque la soledad, este tiempo detenido, va abriendo algunas
puertas dentro de mí, dentro de mi propia casa. Un espacio propio que, insospechadamente,
ha resultado contener proporciones mayúsculas. Supongo que las tormentas
interiores que hemos sorteado cada uno de nosotros van germinando una
resistencia que aflora en estos cauces de desesperanza.
Hace
mucho tiempo que no pasaba tantos días sin carmín. “¿Un café?”, dice cada
mañana mi compañero Isma. “Espera, que me pongo labios”, respondo yo. Y antes
de bajar a la cafetería de Azu –que también hace terapia desde detrás de la
barra a espíritus frágiles como el mío- me retoco en el espejo de la cajita del
colorete que guardo en el cajón. Otras personas ponen la estilográfica sobre la
mesa del despacho, yo pongo la barra de labios, en pie. Y antes de tomar cualquier
decisión, ante cualquier contratiempo, yo me pinto los labios. También para hablar
por teléfono. Si ahora mismo tuviese alguna llamada profesional al móvil
sacaría la barra de labios y me sacudiría rauda las zapatillas.
Después
de morir mi padre me parecía obsceno pintarme los labios. Guardé ese extraño
luto durante varios meses. Algo tan insignificante fue para mí toda una artillería
de combate ante la primera adversidad real e infinita de mi vida, que hizo minúsculas
las anteriores tragedias y decepciones vitales. Meses después un día me pinté
los labios sin darme cuenta, resucitando un hábito que he mantenido hasta ahora
y que solo parece haber quebrado este retiro.
Me
gustaba dejar el rastro de carmín en las boquillas de los cigarrillos. Me
encantaba fumar. Fue un deseo desde pequeña y practiqué mil veces la manera de
prender el cigarrillo, de rozar con golpe suave el cenicero, de mirar despreocupadamente
al vacío donde se desvanecían los hilos de humo azul.
Lo dejé hace diecisiete
años, como antídoto frente al asma. Fue una cuenta atrás, como la de estos
días. Yo empecé a soportar la desintoxicación del cigarrillo porque inventé un horizonte.
Decidí que a los sesenta volvería a fumar. Fue un aliciente determinante. Ahora,
cada mañana rodeo con rotulador verde en el calendario los días que van
pasando. La esperanza es lo único que alimenta cualquier resistencia. Aunque, esta vez, yo no resisto. Disfruto.