martes, 24 de marzo de 2020

DÍA 9: Inventar un horizonte



Los martes me pinto los labios. Es el domingo de mi confinamiento. Tengo clase con mis alumnos, futuros periodistas, por videoconferencia. Aliciente que percibo como extraordinaria novedad. 
El martes es un día efervescente, porque me asomo al exterior. Hablar una hora se me hace raro, porque la mayoría de mis conversaciones transcurren en el silencio de la escritura. Anoche me di cuenta de que estaba cantando mientras me hacía una tortilla francesa de cebolla, que mi madre y yo solíamos compartir para cenar con deliciosa frecuencia. Hace unas semanas ni siquiera podría haber soportado su sabor. Hoy, en medio de esta adversidad, desde que empecé a temer al virus, siento que comienzo a vencer naufragios más feroces.

Hoy, además, no hay nubes y algunos balcones se han llenado de alegría con gente tomando el sol. En la ventana de mi cocina aún no germinan las lentejas que planté hace dos días y estoy impaciente por verlas crecer. He desayunado más rápido que de costumbre frente al mapamundi, explorando los contornos de la Antártida. Después he elegido ropa y ahora tengo que arreglarme el pelo y maquillarme para asomarme a la cámara del ordenador. Al bullicio virtual de una clase con veinte estudiantes que anhelan salir de este encierro. 
Yo, en cambio, cada día me encuentro más cómoda en este exilio interior. Aunque la soledad, este tiempo detenido, va abriendo algunas puertas dentro de mí, dentro de mi propia casa. Un espacio propio que, insospechadamente, ha resultado contener proporciones mayúsculas. Supongo que las tormentas interiores que hemos sorteado cada uno de nosotros van germinando una resistencia que aflora en estos cauces de desesperanza.

Hace mucho tiempo que no pasaba tantos días sin carmín. “¿Un café?”, dice cada mañana mi compañero Isma. “Espera, que me pongo labios”, respondo yo. Y antes de bajar a la cafetería de Azu –que también hace terapia desde detrás de la barra a espíritus frágiles como el mío- me retoco en el espejo de la cajita del colorete que guardo en el cajón. Otras personas ponen la estilográfica sobre la mesa del despacho, yo pongo la barra de labios, en pie. Y antes de tomar cualquier decisión, ante cualquier contratiempo, yo me pinto los labios. También para hablar por teléfono. Si ahora mismo tuviese alguna llamada profesional al móvil sacaría la barra de labios y me sacudiría rauda las zapatillas.  

Después de morir mi padre me parecía obsceno pintarme los labios. Guardé ese extraño luto durante varios meses. Algo tan insignificante fue para mí toda una artillería de combate ante la primera adversidad real e infinita de mi vida, que hizo minúsculas las anteriores tragedias y decepciones vitales. Meses después un día me pinté los labios sin darme cuenta, resucitando un hábito que he mantenido hasta ahora y que solo parece haber quebrado este retiro.

Me gustaba dejar el rastro de carmín en las boquillas de los cigarrillos. Me encantaba fumar. Fue un deseo desde pequeña y practiqué mil veces la manera de prender el cigarrillo, de rozar con golpe suave el cenicero, de mirar despreocupadamente al vacío donde se desvanecían los hilos de humo azul. 
Lo dejé hace diecisiete años, como antídoto frente al asma. Fue una cuenta atrás, como la de estos días. Yo empecé a soportar la desintoxicación del cigarrillo porque inventé un horizonte. Decidí que a los sesenta volvería a fumar. Fue un aliciente determinante. Ahora, cada mañana rodeo con rotulador verde en el calendario los días que van pasando. La esperanza es lo único que alimenta cualquier resistencia. Aunque, esta vez, yo no resisto. Disfruto.