Una vez escuché que en Japón hay bares tristes donde
la gente se sienta a llorar en los taburetes de las barras. Lo recordé esta
mañana en el desayuno mientras leía la entrevista a María Kodama que publica El
País. Dice no saber muy bien en qué trabajaban sus padres porque, al parecer,
los hijos de los japoneses –como ella- nunca preguntan. Renuncio al resto del
texto, porque sospecho que estará contaminado por idéntica impostura.
Apuro el café con la mirada prendida en Buenos Aires.
Una ciudad que me fascina tanto que no quiero conocer, por si se rompe el
encanto. Mientras estoy en la ducha sigo pensando en Argentina y evoco –por
este orden- a Borges, Marco y Amedio, y Calamaro. Llego a Cortázar y entonces
me viene a la cabeza, como rayo iluminador, su relato sobre el atasco en la
autopista.
Ya estoy vestida con el alivio de no tener que pensar
qué me pongo. Me asomo al ventanal del salón. Cierro los ojos para sentir el sol
en mis manos, en la cara. Llevo quince días de confinamiento. Solo he bajado
tres veces al portal. Hoy es sábado. Tendría que haber pasado la
aspiradora. Ahora mismo estaría escribiendo la lista de la compra. Después
comería con mis sobrinos y, entre carcajadas, me dejaría ganar al parchís para
disfrutar de su ingenuo alborozo.
Es un sábado, pero no es sábado. Es un domingo
infinito, un martes constante. No puede ser sábado un día que es igual a un
lunes. Entonces, o todos son sábados o todos son lunes. O de repente los días
no tienen nombre, solo el número del calendario del confinamiento. Hoy es el
día 15. No tiene identidad propia. Me pregunto si nosotros –en esta realidad
detenida, en esta fotografía fija- todavía seguimos teniendo nombre. Nos llaman
ciudadanos y compatriotas. Mueren personas que suman números, sin rostro y sin
nombre.
El sol no tiene fuerza y el aliento de este día azul
me ha enfriado la nariz y las manos. Desde la ventana pienso que el cuento de
Cortázar se parece ahora a nosotros. En él también todo fluía de manera
inconsciente, cotidiana, hasta que se paró de repente. Y nos hemos quedado
aquí, detrás de las ventanas, en nuestras casas, como los conductores atrapados
en aquel imaginado atasco de la autopista del sur que duró varios meses.
Nosotros solo llevamos dos semanas que han puesto del
revés nuestro mundo, quince días que lo han sacudido todo. Como aquellos
conductores de la autopista hacia París, al principio nos revelamos contra el
infortunio, con reproches y exabruptos. No era para tanto, por
qué no se hizo algo antes, reaccionaron unos y otros ante el estado de
alarma. Cuando llegó el lunes –en el relato de Cortázar sucedió a las pocas
horas- salimos a los balcones para huir de la soledad y el silencio, y nos
pusimos a aplaudir para ahuyentar el miedo.
Reaccionamos
igual que aquellos conductores. La autopista al
sur retrata el comportamiento de un grupo de personas atrapadas en un
descomunal embotellamiento. Como brota lo mejor y lo peor del ser humano. Ante
una situación límite, de nada les sirven sus automóviles individuales. Toman
conciencia de que para superar la adversidad necesitan colaborar. Algunos se
vigilaban por el retrovisor y un tubo de leche condensada –ahora sería una
mascarilla- desataba un conflicto.
El cuento
parece repetirse como una fatalidad en una noria trágica, ahora que somos
nosotros los prisioneros, Ahora que nuestras vidas están atascadas dentro la
jaula mientras los pájaros vuelan libres.
Cuando se
disolvió el atasco los coches se pusieron en marcha, todos los personajes
miraban solo al frente. Volvieron a sus casas y retomaron su vida normal.
Hace frío.
Cierro la ventana. Me pregunto, con cierto temor, qué haremos cuándo salgamos
de esto. No cómo será el primer día de alborotada efervescencia. Cómo serán los
siguientes. Si miraremos por el retrovisor, si todo seguirá como estaba. Los
días de la semana recuperarán sus nombres. Más allá, todo es incertidumbre.