sábado, 28 de marzo de 2020

DÍA 13: Desayuno con Cortázar




Una vez escuché que en Japón hay bares tristes donde la gente se sienta a llorar en los taburetes de las barras. Lo recordé esta mañana en el desayuno mientras leía la entrevista a María Kodama que publica El País. Dice no saber muy bien en qué trabajaban sus padres porque, al parecer, los hijos de los japoneses –como ella- nunca preguntan. Renuncio al resto del texto, porque sospecho que estará contaminado por idéntica impostura.

Apuro el café con la mirada prendida en Buenos Aires. Una ciudad que me fascina tanto que no quiero conocer, por si se rompe el encanto. Mientras estoy en la ducha sigo pensando en Argentina y evoco –por este orden- a Borges, Marco y Amedio, y Calamaro. Llego a Cortázar y entonces me viene a la cabeza, como rayo iluminador, su relato sobre el atasco en la autopista.

Ya estoy vestida con el alivio de no tener que pensar qué me pongo. Me asomo al ventanal del salón. Cierro los ojos para sentir el sol en mis manos, en la cara. Llevo quince días de confinamiento. Solo he bajado tres veces al portal. Hoy es sábado. Tendría que haber pasado la aspiradora. Ahora mismo estaría escribiendo la lista de la compra. Después comería con mis sobrinos y, entre carcajadas, me dejaría ganar al parchís para disfrutar de su ingenuo alborozo.

Es un sábado, pero no es sábado. Es un domingo infinito, un martes constante. No puede ser sábado un día que es igual a un lunes. Entonces, o todos son sábados o todos son lunes. O de repente los días no tienen nombre, solo el número del calendario del confinamiento. Hoy es el día 15. No tiene identidad propia. Me pregunto si nosotros –en esta realidad detenida, en esta fotografía fija- todavía seguimos teniendo nombre. Nos llaman ciudadanos y compatriotas. Mueren personas que suman números, sin rostro y sin nombre.

El sol no tiene fuerza y el aliento de este día azul me ha enfriado la nariz y las manos. Desde la ventana pienso que el cuento de Cortázar se parece ahora a nosotros. En él también todo fluía de manera inconsciente, cotidiana, hasta que se paró de repente. Y nos hemos quedado aquí, detrás de las ventanas, en nuestras casas, como los conductores atrapados en aquel imaginado atasco de la autopista del sur que duró varios meses.

Nosotros solo llevamos dos semanas que han puesto del revés nuestro mundo, quince días que lo han sacudido todo. Como aquellos conductores de la autopista hacia París, al principio nos revelamos contra el infortunio, con reproches y exabruptos. No era para tantopor qué no se hizo algo antes, reaccionaron unos y otros ante el estado de alarma. Cuando llegó el lunes –en el relato de Cortázar sucedió a las pocas horas- salimos a los balcones para huir de la soledad y el silencio, y nos pusimos a aplaudir para ahuyentar el miedo.

Reaccionamos igual que aquellos conductores. La autopista al sur retrata el comportamiento de un grupo de personas atrapadas en un descomunal embotellamiento. Como brota lo mejor y lo peor del ser humano. Ante una situación límite, de nada les sirven sus automóviles individuales. Toman conciencia de que para superar la adversidad necesitan colaborar. Algunos se vigilaban por el retrovisor y un tubo de leche condensada –ahora sería una mascarilla- desataba un conflicto.
El cuento parece repetirse como una fatalidad en una noria trágica, ahora que somos nosotros los prisioneros, Ahora que nuestras vidas están atascadas dentro la jaula mientras los pájaros vuelan libres.
Cuando se disolvió el atasco los coches se pusieron en marcha, todos los personajes miraban solo al frente. Volvieron a sus casas y retomaron su vida normal.
Hace frío. Cierro la ventana. Me pregunto, con cierto temor, qué haremos cuándo salgamos de esto. No cómo será el primer día de alborotada efervescencia. Cómo serán los siguientes. Si miraremos por el retrovisor, si todo seguirá como estaba. Los días de la semana recuperarán sus nombres. Más allá, todo es incertidumbre.