
Relajada
en este vaivén primero he pensado en el poema de Machado y, después -rebajando
sustancialmente el nivel de trascendencia- se me ha ocurrido hacer un mapa de
la casa. Durante seis días he estado mirando al cielo desde mi ventana, así que
hoy decido explorar las posibilidades de mi pequeño ecosistema interior.
Me
apresuro en la ducha y, en ausencia de chándal –desterrado de mi armario desde
el instituto- me pongo un pantalón de lana que nunca me atreví a estrenar.
Parece caliente y cómodo. Tampoco tengo sudadera, así que combino el jersey
negro de cuello cisne con una chaqueta a cuadros. Intentando asemejar, sin
ningún éxito, cierto aspecto de exploradora que no podría emular ni siquiera
añadiendo cantimplora y catalejo. Decido, eso sí, tomar alimentos en conserva
para acompañar el operativo y dejo una lata de sardinillas en aceite de oliva
sobre la mesa de la cocina para cuando me entre apetito. Los aventureros se
guían por la luz del sol y comen cuando tienen hambre. Así que hoy será un día
sin hora.
En
principio he optado por una cartografía rigurosa, matemática. Rescato un metro
del cajón de las herramientas de papá, que seguimos llamando así dieciséis años
después. Busco una cartulina blanca en el armario de los juguetes de mis
sobrinos. Parecen haberlo pintarrajeado todo, así que en ausencia de materia
virgen me decido por el revés de un dibujo apocalíptico de Rodrigo que ha
retratado en desconcertante convivencia a Godzilla, Darth Vader y dos orcos
compartiendo escena.
El
salón mide veintiún metros cuadrados. Para alcanzar esta evidencia métrica me
he tenido que arrodillar e ir midiéndolo por partes. Me ha resultado poco
excitante y bastante incómodo. Me he acordado de mi hermana Bego, que se pidió
a los Reyes un cinturón de herramientas y se ocupaba con verdadera maña de
todos los asuntos de cálculos e infraestructuras de la casa. Sigue así. De las
tres hermanas, es la única que se atreve a salir al exterior a por provisiones
en su Mini color yema de huevo. TelePollo nos reparte el pedido a domicilio.
Después
de algunas mediciones más me ha vencido el desencanto. Estoy haciendo un plano
y yo quiero un mapa. Así que me he puesto manos a la obra, con palpitante
determinación, y he empezado a alterar la cartografía dejando volar la
imaginación. Para empezar, he bautizado tres zonas siguiendo los puntos
cardinales. El frente norte. El ala oeste. Y el sur, ese lugar que nunca se
alcanza, donde siempre sopla la enigmática lírica de la película de Erice.
Nunca
he sabido qué sucede primero, si la historia o el mapa.
La
casa se articula alrededor de un recibidor que a modo de glorieta -el término
rotonda es tan detestable como el apio- distribuye las estancias a través de
dos brazos: el pasillo grande y el pasillo pequeño. En mi casa tampoco nos
rompimos mucho la cabeza con este bautismo.
Yo
habito en el pasillo pequeño. Al sur. En una habitación blanca, pequeña y
alegre. “¿Estamos
todas en las madrigueras?”, acostumbraba a preguntar Bego a voces desde su
cama antes de dormirnos. Y yo sonreía desde mi burbuja, allí, a salvo, entre
las sábanas. Tengo al lado la cocina, que se abre a un patio luminoso donde
entra el sol de dos a cinco. Hago incursiones frecuentes al frente norte, hacia
donde se abren los amplios ventanales del salón y el baño.
Percibo
que, sin pretenderlo, estoy dibujando la geografía sentimental de esta casa. Un
mapa es siempre el comienzo de una gran aventura. Es más que un mundo de papel,
es una apasionante cartografía de sueños e imaginación. Hay un Monte Palo
Mayor, el fondeadero del capitán Kidd y la caleta del Ron. Coordenadas míticas
de ‘La isla del Tesoro’.
Pero
en todo mapa hay ciénagas y territorios oscuros a los que no queremos
asomarnos. Nos los descubre Conrad, cuando la lectura de sus tinieblas nos
hace adultos. Un mapa también puede ser un viaje a los abismos más profundos
del ser humano.
El
pasillo grande es un diminuto Manderley. Es una zona oscura en la que nunca me
adentro, ni siquiera en esta de semana de confinamiento. Al fondo hay una
puerta cerrada. Se cerró cuando ella se fue y temo que al abrirla estalle una
tormenta.
Hoy
he intentado internarme en esa selva. He dado unos pasos temblorosos hacía allí
por el pasillo del oeste. Sin llegar a la mitad del camino de sombras me he
dado la vuelta y he corrido hasta mi burbuja. Allí, en el sur, con la puerta
cerrada, he escondido el mapa en un cajón. Para que algún día alguien con más
coraje que yo lo encuentre y se arriesgue a emprender este viaje.
La
casa también se ha convertido en un laberinto para la mosca que, al caer
de la tarde, aún vaga como espíritu atormentado golpeándose contra las paredes
sin encontrar la libertad.