sábado, 21 de marzo de 2020

DÍA 6: El mapa

Llevo una semana en casa. Hoy, al abrir la ventana, se ha colado una mosca grande que recorre despistada todas las habitaciones. Me distraigo tratando de adivinar su ruta y calculando, por la intensidad de sus zumbidos, los segundos que faltan para que llegue a mí planeando desde el fondo del pasillo. Intuyo en que habitaciones penetra y cuáles esquiva.

Relajada en este vaivén primero he pensado en el poema de Machado y, después -rebajando sustancialmente el nivel de trascendencia- se me ha ocurrido hacer un mapa de la casa. Durante seis días he estado mirando al cielo desde mi ventana, así que hoy decido explorar las posibilidades de mi pequeño ecosistema interior.

Me apresuro en la ducha y, en ausencia de chándal –desterrado de mi armario desde el instituto- me pongo un pantalón de lana que nunca me atreví a estrenar. Parece caliente y cómodo. Tampoco tengo sudadera, así que combino el jersey negro de cuello cisne con una chaqueta a cuadros. Intentando asemejar, sin ningún éxito, cierto aspecto de exploradora que no podría emular ni siquiera añadiendo cantimplora y catalejo. Decido, eso sí, tomar alimentos en conserva para acompañar el operativo y dejo una lata de sardinillas en aceite de oliva sobre la mesa de la cocina para cuando me entre apetito. Los aventureros se guían por la luz del sol y comen cuando tienen hambre. Así que hoy será un día sin hora.

En principio he optado por una cartografía rigurosa, matemática. Rescato un metro del cajón de las herramientas de papá, que seguimos llamando así dieciséis años después. Busco una cartulina blanca en el armario de los juguetes de mis sobrinos. Parecen haberlo pintarrajeado todo, así que en ausencia de materia virgen me decido por el revés de un dibujo apocalíptico de Rodrigo que ha retratado en desconcertante convivencia a Godzilla, Darth Vader y dos orcos compartiendo escena.

El salón mide veintiún metros cuadrados. Para alcanzar esta evidencia métrica me he tenido que arrodillar e ir midiéndolo por partes. Me ha resultado poco excitante y bastante incómodo. Me he acordado de mi hermana Bego, que se pidió a los Reyes un cinturón de herramientas y se ocupaba con verdadera maña de todos los asuntos de cálculos e infraestructuras de la casa. Sigue así. De las tres hermanas, es la única que se atreve a salir al exterior a por provisiones en su Mini color yema de huevo. TelePollo nos reparte el pedido a domicilio.

Después de algunas mediciones más me ha vencido el desencanto. Estoy haciendo un plano y yo quiero un mapa. Así que me he puesto manos a la obra, con palpitante determinación, y he empezado a alterar la cartografía dejando volar la imaginación. Para empezar, he bautizado tres zonas siguiendo los puntos cardinales. El frente norte. El ala oeste. Y el sur, ese lugar que nunca se alcanza, donde siempre sopla la enigmática lírica de la película de Erice.

Nunca he sabido qué sucede primero, si la historia o el mapa. 
La casa se articula alrededor de un recibidor que a modo de glorieta -el término rotonda es tan detestable como el apio- distribuye las estancias a través de dos brazos: el pasillo grande y el pasillo pequeño. En mi casa tampoco nos rompimos mucho la cabeza con este bautismo.

Yo habito en el pasillo pequeño. Al sur. En una habitación blanca, pequeña y alegre. “¿Estamos todas en las madrigueras?”, acostumbraba a preguntar Bego a voces desde su cama antes de dormirnos. Y yo sonreía desde mi burbuja, allí, a salvo, entre las sábanas. Tengo al lado la cocina, que se abre a un patio luminoso donde entra el sol de dos a cinco. Hago incursiones frecuentes al frente norte, hacia donde se abren los amplios ventanales del salón y el baño.

Percibo que, sin pretenderlo, estoy dibujando la geografía sentimental de esta casa. Un mapa es siempre el comienzo de una gran aventura. Es más que un mundo de papel, es una apasionante cartografía de sueños e imaginación. Hay un Monte Palo Mayor, el fondeadero del capitán Kidd y la caleta del Ron. Coordenadas míticas de ‘La isla del Tesoro’.

Pero en todo mapa hay ciénagas y territorios oscuros a los que no queremos asomarnos. Nos los descubre Conrad, cuando la lectura de sus tinieblas nos hace adultos. Un mapa también puede ser un viaje a los abismos más profundos del ser humano.

El pasillo grande es un diminuto Manderley. Es una zona oscura en la que nunca me adentro, ni siquiera en esta de semana de confinamiento. Al fondo hay una puerta cerrada. Se cerró cuando ella se fue y temo que al abrirla estalle una tormenta.
Hoy he intentado internarme en esa selva. He dado unos pasos temblorosos hacía allí por el pasillo del oeste. Sin llegar a la mitad del camino de sombras me he dado la vuelta y he corrido hasta mi burbuja. Allí, en el sur, con la puerta cerrada, he escondido el mapa en un cajón. Para que algún día alguien con más coraje que yo lo encuentre y se arriesgue a emprender este viaje.

La casa también se ha convertido en un laberinto para la mosca que, al caer de la tarde, aún vaga como espíritu atormentado golpeándose contra las paredes sin encontrar la libertad.