El repiqueteo de las campanas anuncia que es domingo. Tocan alegres en medio de este funeral colectivo. Varias personas siguen la flauta de Hamelin hasta las escaleras de la Catedral. Tres, cinco… ocho. Veo sus pasos apresurados, casi furtivos, subiendo las escaleras. Van de uno en uno pero presumo que juntos, en la iglesia, formarán un brioso coro que entonará las plegarias con más fuerza de lo habitual.
Cantar se ha convertido en el exorcismo
contra el miedo. Toda batalla necesita un himno. Una oración, un aliento, que
vibre en miles de gargantas como amuleto y escudo frente a la desesperanza y la
zozobra. En medio de este desencanto solo la música en los balcones alivia
nuestro confinamiento. En el silencio de las alamedas y los patios, en este
desasosegante vacío, tiembla el eco de arias de ópera.
Estos días, mi hermana Cristina canta
Puccini desde su terraza. El jueves, alguien de su urbanización le pidió una
canción y ahora cada día interpreta dos piezas, que penetran en lo más profundo
de sus vecinos como turbador relámpago. La voz llega lejos, sin amplificador ni
micrófono, se propaga con desgarrador escalofrío por las sombras de la noche
hasta el público de las últimas butacas del anfiteatro, que encienden sus
linternas desde los palcos para hacerse presentes. Después, cuando acaba, ruge
un aplauso enfervorizado.
Antes, aturdidos por el barullo, tal vez
no podíamos o no teníamos tiempo de disfrutar de la belleza de un aria. Hoy, en
este precipicio, penetra en nosotros con perturbadora sensibilidad.
Yo encuentro una extraña fortaleza en el
aislamiento. Afortunadamente, porque, aquí, el karaoke de las ocho de la tarde
no pincha más que el himno de España, a Marujita Díaz con su incombustible
banderita roja, banderita gualda y, ayer -a los postres- resucitó el ‘Que viva
España’ de Manolo Escobar.
Al margen de las singularidades de cada
rincón de Santander, leo que España parece haber recurrido al Dúo Dinámico como
himno de resistencia. Cada vez leo más periódicos digitales y he
renunciado a comprarlos en papel los domingos, para evitar salir al exterior.
Aunque hoy, en la calle, hay más gente que estos últimos días, lo cual es un
verdadero aliciente para mi pequeño mundo, que ahora no se extiende más allá de
lo abarca la mirada desde mi ventana.
Hace un rato un tipo vestido con camiseta
negra se ha hecho un ‘selfie’ mientras depositaba la basura. Lo he visto desde
el ventanal del frente norte. De hecho, ya tengo yo meditado que si tuviese
alguna capacidad para el baloncesto y alguien dejase abierto el contenedor
podría tratar de encestar mi basura lanzándola desde el tercero, y ahorrarme el
pánico que me provoca salir de casa.
La chica que pasea al perro pequeño gris,
del portal de enfrente, hace lo mismo cuando sale, no despega la vista del teléfono.
Pienso que si yo pudiese salir miraría a las nubes, a las azoteas, al infinito
azul del mar, que sigue ahí. En medio de esta soledad y de este vacío nada se
detiene, todo sigue su camino aunque nosotros no estamos. La hierba sigue
creciendo, las olas muriendo en la orilla, la lluvia alimentando la tierra y
siguen su ciclo vital las mariposas y los peces.
Todo se sucede sin nosotros que no debemos
ser imprescindibles para la naturaleza, incluso nos hemos convertido en un
estorbo. Hace tiempo que el planeta también está en estado de alarma, pero
nosotros no escuchamos, no queremos romper la cadena de producir y consumir.
Creemos que eso mueve el mundo.
He pensado esto después de cerrar la
ventana y leer el correo en el ordenador. Recibo con perplejidad un mail de una
franquicia textil que me incita a comprar sudaderas con capucha y
batas. ‘Una selección de prendas cómodas para sacar el mayor partido
al hogar”, me escriben. “El momento invita –dicen- a vestir cómodas prendas de
algodón”. Prendas que tendrá que traer una persona hasta mi casa, corriendo el
riesgo de contaminarse, para que yo me sienta más atractiva en el sofá.
No sé a qué me invita este momento. Pero,
desde luego, hace patente, con rotunda certeza, que me sobra ropa en el armario
para pasar la cuarentena.
Vuelve el tipo de la camiseta negra que se
retrató junto al contenedor. Lo veo venir desde los cristales del lado oeste.
Lleva una barra de pan debajo del brazo, cruza la calle, se detiene en mitad
del paso de cebra. Allí, quieto, rebusca en el bolsillo del pantalón de chándal
mientras mantiene en equilibrio el pan, debajo del sobaco. Al fin, saca algo
brillante y pequeño que eleva en el aire. Se está haciendo otra
foto. Quizá milita en alguna secta de ‘influencers’ y acaba de estrenar
una camiseta de algodón.