lunes, 23 de marzo de 2020

DÍA 8: Vuela un pájaro



Hoy me he lavado el pelo y he salido a la ventana con la toalla enredada en turbante sobre la cabeza. He mirado al infinito y he entrecerrado los ojos. Deslumbra el azul de primavera. Ha volado un pájaro cerca de mí, casi podría haberlo tocado, que se hace minúsculo mientras se esfuma al fondo de la calle. Hay algo plácido en esta escena. Me quito la toalla y agito el pelo mojado. Un viento fresco lo alborota despacio y enreda algunos mechones que me hacen cosquillas en la cara. Cierro los ojos y me dejo mecer por este embelesado arrullo.

Cuando despierto del trance no sé cuánto tiempo ha pasado. Iba a girarme para mirar el reloj cuando he visto regresar al pajarillo. Los del primero derecha todos los días sacan a la ventana un plato blanco con una cola de merluza, unos ojitos o filetes para descongelar. Hoy el pajarillo se ha posado ahí y ha empezado a dar pequeños saltos rodeando el perímetro de lo que parece una pechuga de pollo. Miraba el plato torciendo el cuello en simpáticos movimientos, hasta que decidió administrar un picotazo rápido al género. Le ha debido repugnar el pollo crudo porque instantáneamente se elevó en el aire y se perdió en la distancia moviendo agitadamente sus diminutas alas.

Veo la escena desde la ventana de la antigua habitación de la abuela Estrella, hoy convertida en un pequeño despacho que estos días me sirve de oficina. Sé que ningún gorrión se acercará a estos cristales porque a ella no le gustaban los pájaros. Los espiaba a través de las cortinas y cuando se acercaban hacía gestos para espantarlos. “Suh, suh, vete, fuera…”, amenazaba su acostumbrada letanía. Temía que ensuciasen su ventana.
Consecuentemente mientras la abuela vivió con nosotras, las hermanas Agüero no pudimos tener más mascota que un pez. Porque, eso sí -a su entender- el agua era un elemento purificador. El otro, era el infierno. Es decir, se aplicaban dos protocolos: jabón chimbo o plancha caliente. Dependiendo de la naturaleza material del objeto a desinfectar.

Años más tarde, ya de adultas, descubrimos que la abuela Estrella tenía un TOC. Si ella siguiese en guardia –bromeamos estos días- jamás hubiese entrado una gota de coronavirus en nuestra casa. Sus rutinas desinfectantes eran rigurosas y exhaustivas. Combatía gérmenes con mayúsculo tesón. Superaba la obsesión por la limpieza, ella luchaba contra lo invisible. “Son pequeños bichos que están por todas partes. Existen, aunque no los veis”, repetía. Cuando yo iba a párvulos creía que mi abuela tenía un poder especial para ver seres diminutos.  

Así que la primera vez que entré a trabajar en la redacción de un periódico, no se me hizo ajeno aquel olor a tinta caliente que, entonces, todavía las perfumaba. Porque, cada mañana, para matar gérmenes, la abuela Estrella planchaba hoja por hoja el periódico, que solo podíamos leer una vez desinfectado. Es otro vívido recuerdo de mi infancia. El periódico allí, abierto sobre la alfombra, rendido a la tortura del rito purificador que también se aplicaba a los billetes. De hecho, el dinero impuro se almacenaba debajo de las alfombras hasta que se procedía a la ceremonia de saneamiento, solo entonces podía trasladarse a la pequeña caja fuerte de latón verde donde quedaban confinados.

En el salón estaba, además, el sillón de la abuela Estrella en el que estaba prohibido sentarse. Un trono que no podía contaminar nadie. Esto ocasionaba algunas escenas incómodas. Cuando venían de visita tía Josefa y tío Daniel se sentaban compartiendo sofá. Enfrente, una butaca la ocupaba mi padre, pero mi madre –guardado la ausencia de la abuela- se arrimaba una silla del comedor. Las visitas miraban de reojo aquel sillón vacío y se lanzaban entre ellos cómplices miradas de estupor. Nosotras, las tres hermanas Agüero, estábamos perfectamente educadas para aparentar normalidad.

La abuela Estrella tuvo siempre tanto miedo a infectarse que un día de 1997, tras ser salpicada por un excremento de paloma, tomó la decisión de no volver a salir a la calle nunca más. Lo recuerdo porque su última excursión al exterior fue para conocer a mi recién nacida prima Julia. 

Una puerta se cierra de golpe. Me asusto y me retiro sobresaltada de la ventana. El viento ya me ha secado el pelo que ahora intento desenredar con los dedos. Miro la mesa de madera, el ordenador y la planta de primavera artificial que no se marchita. 
En la habitación de la abuela Estrella solo sobrevive una lámpara de bronce de cinco brazos con flores esmaltadas de colores prendida del techo. Pero a mí todavía me parece aspirar el olor a billetes calientes de mil pesetas.