Hoy me he lavado el pelo y he salido a la
ventana con la toalla enredada en turbante sobre la cabeza. He mirado al
infinito y he entrecerrado los ojos. Deslumbra el azul de primavera. Ha volado
un pájaro cerca de mí, casi podría haberlo tocado, que se hace minúsculo
mientras se esfuma al fondo de la calle. Hay algo plácido en esta
escena. Me quito la toalla y agito el pelo mojado. Un viento fresco lo
alborota despacio y enreda algunos mechones que me hacen cosquillas en la cara.
Cierro los ojos y me dejo mecer por este embelesado arrullo.
Cuando despierto del trance no sé cuánto tiempo ha
pasado. Iba a girarme para mirar el reloj cuando he visto regresar al
pajarillo. Los del primero derecha todos los días sacan a la ventana un plato
blanco con una cola de merluza, unos ojitos o filetes para descongelar. Hoy el
pajarillo se ha posado ahí y ha empezado a dar pequeños saltos rodeando el
perímetro de lo que parece una pechuga de pollo. Miraba el plato torciendo el
cuello en simpáticos movimientos, hasta que decidió administrar un picotazo
rápido al género. Le ha debido repugnar el pollo crudo porque instantáneamente
se elevó en el aire y se perdió en la distancia moviendo agitadamente sus
diminutas alas.
Veo la escena desde la ventana de la antigua
habitación de la abuela Estrella, hoy convertida en un pequeño despacho que
estos días me sirve de oficina. Sé que ningún gorrión se acercará a estos
cristales porque a ella no le gustaban los pájaros. Los espiaba a través de las
cortinas y cuando se acercaban hacía gestos para espantarlos. “Suh,
suh, vete, fuera…”, amenazaba su acostumbrada letanía. Temía que ensuciasen
su ventana.
Consecuentemente mientras la abuela vivió con
nosotras, las hermanas Agüero no pudimos tener más mascota que un pez. Porque,
eso sí -a su entender- el agua era un elemento purificador. El otro, era el
infierno. Es decir, se aplicaban dos protocolos: jabón chimbo o plancha
caliente. Dependiendo de la naturaleza material del objeto a desinfectar.
Años más tarde, ya de adultas, descubrimos que la
abuela Estrella tenía un TOC. Si ella siguiese en guardia –bromeamos estos
días- jamás hubiese entrado una gota de coronavirus en nuestra casa. Sus
rutinas desinfectantes eran rigurosas y exhaustivas. Combatía gérmenes con
mayúsculo tesón. Superaba la obsesión por la limpieza, ella luchaba contra lo
invisible. “Son pequeños bichos que están por todas partes. Existen, aunque no
los veis”, repetía. Cuando yo iba a párvulos creía que mi abuela tenía un poder
especial para ver seres diminutos.
Así que la primera vez que entré a trabajar en la
redacción de un periódico, no se me hizo ajeno aquel olor a tinta caliente que,
entonces, todavía las perfumaba. Porque, cada mañana, para matar gérmenes, la
abuela Estrella planchaba hoja por hoja el periódico, que solo podíamos leer
una vez desinfectado. Es otro vívido recuerdo de mi infancia. El periódico
allí, abierto sobre la alfombra, rendido a la tortura del rito purificador que
también se aplicaba a los billetes. De hecho, el dinero impuro se almacenaba
debajo de las alfombras hasta que se procedía a la ceremonia de saneamiento,
solo entonces podía trasladarse a la pequeña caja fuerte de latón verde donde
quedaban confinados.
En el salón estaba, además, el sillón de la abuela
Estrella en el que estaba prohibido sentarse. Un trono que no podía contaminar
nadie. Esto ocasionaba algunas escenas incómodas. Cuando venían de visita tía
Josefa y tío Daniel se sentaban compartiendo sofá. Enfrente, una butaca la
ocupaba mi padre, pero mi madre –guardado la ausencia de la abuela- se arrimaba
una silla del comedor. Las visitas miraban de reojo aquel sillón vacío y se
lanzaban entre ellos cómplices miradas de estupor. Nosotras, las tres hermanas
Agüero, estábamos perfectamente educadas para aparentar normalidad.
La abuela Estrella tuvo siempre tanto miedo a
infectarse que un día de 1997, tras ser salpicada por un excremento de paloma,
tomó la decisión de no volver a salir a la calle nunca más. Lo recuerdo
porque su última excursión al exterior fue para conocer a mi recién nacida
prima Julia.
Una puerta se cierra de golpe. Me asusto y me retiro
sobresaltada de la ventana. El viento ya me ha secado el pelo que ahora intento
desenredar con los dedos. Miro la mesa de madera, el ordenador y la planta de
primavera artificial que no se marchita.
En la habitación de la abuela Estrella solo sobrevive
una lámpara de bronce de cinco brazos con flores esmaltadas de colores prendida
del techo. Pero a mí todavía me parece aspirar el olor a billetes calientes de
mil pesetas.