Esta mañana, muy pronto, mi vecina ha llamado a la puerta. No me ha cogido
por sorpresa. He pasado la noche en una extraña vigilia, en un desasosegante
duermevela. El viento zarandeaba el andamio que cubre la casa de enfrente, y en
el silencio retumbaba el eco metálico de un xilófono que parecía dar campanadas
a martillazos. Cada vez que me despertaba oía toser a través de los tabiques. Escuchaba
pasos y susurros.
Pasé largo tiempo despierta, con los ojos inútilmente abiertos en la
oscuridad de la habitación. Sentí un extraño desamparo. Durante los primeros días
de confinamiento temía enfermar. Llegué a ponerme el termómetro cuando tuve un
escalofrío. No podía respirar bien.
Daban las ocho y abría la ventana, aplaudía sacudida por sollozos para exorcizar
el miedo. Pensaba que era la situación más extrañamente aciaga que me había
tocado vivir y temblaba, sentía mucho frío y una palpitante fragilidad.
Después, los días fueron sosegando este temor inicial. Es ciertamente sorprendente
la ligereza con la que nos acostumbramos al hábito. La verdad es que muchos de
nosotros, también antes, estábamos solos. Mi vecina del quinto, Pulcro el del octavo, Petrita la de
enfrente. A la hora de las vísperas, en la oración del atardecer cuando ya
declina el día, somos mayoría quienes nos asomamos en solitario a las ventanas.
En el perímetro geográfico que habito la liturgia
de las ocho no es nueva. Cada día a esa hora, cada viernes por la tarde, el centro
de la ciudad se apaga cuando cierran los comercios y los bares, en un letargo
de soledad y silencio. Hasta que el lunes la
alegría de los escaparates devuelve la vitalidad efervescente a las
calles grises con peatones invisibles.
Cuando veo a mis vecinos en las ventanas me
pregunto si lo suyo es una soledad elegida, si militan en un individualismo de
convicción o de desesperanza. Me temo que una epidemia de soledad, antes imperceptible
en medio del barullo, ha convertido el corazón geográfico de esta ciudad en un
espacio áspero para vivir. Reserva de solitarios y veteranos; de tapete y mesa
camilla, de miradores mudos y tendales tristes, de nidos vacíos. Negocios y
despachos conquistan las entreplantas de portales sin apenas vecinos.
Acompañando estas evocaciones pesimistas, el
viento siguió haciendo vibrar los tendales y el andamio tocando su monótona
melodía. Fueron pasando las horas ciegas y lentas. Percibí un desacostumbrado
ajetreo en el piso de al lado.
Cuando sonó el timbre a las ocho de la mañana supe lo que iba a pasar.
Abrí la puerta. Mi vecina Tea me habló desde la suya, con un pie en el
descansillo que compartimos. Estaba en bata, llevaba guantes. Me costó
entenderla porque la mascarilla parecía sofocar su aliento. “Estamos enfermos”,
me confesó agitadamente. Me quedé paralizada, incapaz de dar un paso hacia
ella, meditando si debía vencer mi desaforado temor al contagio y cruzar el
rellano para abrazarla. Permanecí inmóvil, abrumada. Desconcertada. Tuve la
tentación de cerrar la puerta y seguir la conversación a través de ella. Me
pregunté –avergonzada, pero me lo pregunté- cuánta distancia es capaz de saltar un
Covid para alojarse en otro cuerpo. Recordé la habitación sin la puerta que
ayer alguien abandonó junto al contenedor, y me venció un infinito desasosiego.
Ella siguió hablando. “No te acerques”, me pidió. Y recibí esa
dispensa como un gesto de afecto infinito. Ella y su marido tienen fiebre alta y mucha tos. Yo
asentía mientras iba narrando los detalles, en el frío de la escalera.
No me ha dado tiempo a ponerme las gafas y en la distancia de puerta a
puerta no percibo nítidamente su rostro. No solo eso está borroso. Siento que se
quiebra el confort de mi confinamiento, que no puedo permanecer más tiempo a salvo.
Han llamado al teléfono de la desesperanza y les han recetado
paracetamol. Improviso algunas frases para tranquilizarla. “Todo saldrá bien” –repito
el mantra oficial- y me ofrezco para ir a la farmacia o al supermercado. Nos dicen que todo volverá a ser como antes,
aunque sabemos que se abre un abismo bajo nuestros pies.
Nos despedimos entre lágrimas. Cada una a un lado de esa metafórica
trinchera. Nos separa una distancia extraña.
Cierro la puerta. Abro el armario y saco el pantalón de punto negro y
un jersey. Busco unos zapatos y cuelgo un abrigo del perchero. Preparo el bolso
pequeño. Cojo un par de guantes de plástico morados y voy el cajón de las
medicinas de mamá. Ahí está la mascarilla azul que reservaba para una ocasión
especial. Dejo todo en un sillón. Respiro hondo. Ya estoy preparada para salir
al rescate de cualquier emergencia.
Alguien desde el quinto piso empieza a tocar el piano y la música fortalece
mi ánimo como bálsamo frente a la tempestad.