Esta tarde he esperado
inquieta a que fuesen las cuatro y diez, para ver si la gente se asomaba a cantar
‘Al alba’ desde todas las ventanas, que será siempre un himno de libertad. Pero
suena el silencio cuando el reloj marca las cuatro y diez. Me cautivaba tanto esa
breve canción de Aute que, en lugar de soñar con príncipes azules, yo creo que crecí
soñando con sentir la melancolía de besos de papel arrugados en el tiempo. Todo
lo importante permanece en el sabor de un helado de fresa, o en una canción que
cuando vuelve a sonar precipita un torrente de turbadoras emociones, que evoca
aquel instante de palpitante despertar.
Hoy iba a ser un día de
plácido sosiego, de lectura tranquila. Pero en esta tarde azul la muerte
resucita a Aute, y sus versos y sus discos llaman a mi memoria. Siento que habitan
en el pasado. Algunas canciones me hacen daño, como las fotografías a las que
no quiero asomarme, porque me envenena el desasosiego de que solo somos el
tiempo que nos queda.
Una vez leí que cuando somos jóvenes inventamos
futuros distintos para nosotros, y que cuando somos viejos inventamos pasados
distintos para los demás. Supongo que el tiempo va fundiendo la memoria de
aquello que fuimos y de aquello que imaginamos ser en un guión, en el que
también se enredan escenas cinematográficas, lecturas y las melodías que nos
hicieron sentir y que hemos hecho nuestras.
Somos los libros que hemos leído, las películas
que nos emocionaron, la canción que aún hoy nos acaricia la piel desde aquel
ayer, cuando el futuro todavía estaba por escribir.
Aquel tiempo a estrenar en el que la vida se
deslizaba a toda velocidad, cuando todo temor se diluía en una impetuosa
efervescencia.
Aquel tiempo excitante, volcánico, repleto de
inexplorado placer y emoción, en el que gran parte de nuestros sueños se
forjaban también a través de las películas, que entonces aún crujían al
iluminarse el proyector. En salas de cine donde se enhebraban susurros y
miradas furtivas.
Aquellas sesiones de estreno que a veces se
vitoreaban con encendidos aplausos.
También pienso como se parecen todas las vidas,
todos los recuerdos. Cuántas experiencias íntimas son en realidad un lenguaje
universal compartido.
Quién no ha sentido el temor a que no exista el
olvido, a adivinar el pasado en todos los rincones, a que los lugares que
frecuentamos se vuelvan tristes.
Quién no ha caminado por la calle anhelando un
tropiezo a la vuelta de cada esquina. Volviendo la cabeza para tratar de reconocernos
entre la gente.
En algún lugar suena un bolero y nos estremece una
infinita melancolía. Como esta tarde que se apaga entre recuerdos, cuando aún
tendría que estar construyéndolos.
Pienso en cuantas veces
hemos preferido permanecer invisibles para el otro. Y, también, como un
encuentro a las cuatro y diez, en el velo de la distancia, nos desnuda en el
tiempo y lo hace parecer menos interesante.
La luz del día, la
conversación trivial y forzada, las miradas disimuladas, nuestras voces. Todo
raro y ajeno. No somos los mismos.
Yo también tenía prisa por
marcharme.