sábado, 4 de abril de 2020

DÍA 20: Las cuatro y diez


Esta tarde he esperado inquieta a que fuesen las cuatro y diez, para ver si la gente se asomaba a cantar ‘Al alba’ desde todas las ventanas, que será siempre un himno de libertad. Pero suena el silencio cuando el reloj marca las cuatro y diez. Me cautivaba tanto esa breve canción de Aute que, en lugar de soñar con príncipes azules, yo creo que crecí soñando con sentir la melancolía de besos de papel arrugados en el tiempo. Todo lo importante permanece en el sabor de un helado de fresa, o en una canción que cuando vuelve a sonar precipita un torrente de turbadoras emociones, que evoca aquel instante de palpitante despertar.

Hoy iba a ser un día de plácido sosiego, de lectura tranquila. Pero en esta tarde azul la muerte resucita a Aute, y sus versos y sus discos llaman a mi memoria. Siento que habitan en el pasado. Algunas canciones me hacen daño, como las fotografías a las que no quiero asomarme, porque me envenena el desasosiego de que solo somos el tiempo que nos queda.

Una vez leí que cuando somos jóvenes inventamos futuros distintos para nosotros, y que cuando somos viejos inventamos pasados distintos para los demás. Supongo que el tiempo va fundiendo la memoria de aquello que fuimos y de aquello que imaginamos ser en un guión, en el que también se enredan escenas cinematográficas, lecturas y las melodías que nos hicieron sentir y que hemos hecho nuestras.

Somos los libros que hemos leído, las películas que nos emocionaron, la canción que aún hoy nos acaricia la piel desde aquel ayer, cuando el futuro todavía estaba por escribir.
Aquel tiempo a estrenar en el que la vida se deslizaba a toda velocidad, cuando todo temor se diluía en una impetuosa efervescencia.
Aquel tiempo excitante, volcánico, repleto de inexplorado placer y emoción, en el que gran parte de nuestros sueños se forjaban también a través de las películas, que entonces aún crujían al iluminarse el proyector. En salas de cine donde se enhebraban susurros y miradas furtivas.
Aquellas sesiones de estreno que a veces se vitoreaban con encendidos aplausos.

También pienso como se parecen todas las vidas, todos los recuerdos. Cuántas experiencias íntimas son en realidad un lenguaje universal compartido.
Quién no ha sentido el temor a que no exista el olvido, a adivinar el pasado en todos los rincones, a que los lugares que frecuentamos se vuelvan tristes.
Quién no ha caminado por la calle anhelando un tropiezo a la vuelta de cada esquina. Volviendo la cabeza para tratar de reconocernos entre la gente.
En algún lugar suena un bolero y nos estremece una infinita melancolía. Como esta tarde que se apaga entre recuerdos, cuando aún tendría que estar construyéndolos.

Pienso en cuantas veces hemos preferido permanecer invisibles para el otro. Y, también, como un encuentro a las cuatro y diez, en el velo de la distancia, nos desnuda en el tiempo y lo hace parecer menos interesante.
La luz del día, la conversación trivial y forzada, las miradas disimuladas, nuestras voces. Todo raro y ajeno. No somos los mismos.
Yo también tenía prisa por marcharme.