Sopla sur y las sábanas
blancas cimbrean alegres en el pentagrama de los tendales del patio, que silban
susurros agitados e impacientes. He abierto todas las ventanas de la casa para que
este aliento cálido, siempre efímero, absorba la tristeza del invierno.
El sur alborota todas
las casas, que también hoy abren cortinas y balcones para que las paredes y los
armarios respiren el viento caliente. Me trae el recuerdo de las limpiezas de
primavera, cuando en abril se sacudían alfombras, se quitaban telarañas de las lámparas y se
llenaban de colchas los tendales. Las habitaciones se envolvían en sábanas
inmaculadas y nosotros nos poníamos pañuelos en la cabeza. Toda la familia participábamos ese día de una ceremonia bulliciosa.
Los días de sur amanecen
profundamente azules, pero se van apagando cuanto más se va enfureciendo su
aliento para combatir el viento del norte, que siempre vence la batalla. Entonces,
el sur, derrotado, inicia su retirada llorando lágrimas de lluvia que el
victorioso aliento frío arrecia en arrogante y furiosa tormenta.
El sur es un instante
de recreo que perturba todo. Alborota, desordena y revuelve. Tiemblan los
cristales, vuelan las pinzas de la ropa, chocan las puertas, se escapan las
cortinas por las ventanas abiertas y ondean, libres, como banderolas, con arrebatada
efusión desde las fachadas de los edificios grises.
Pero el sur se ha llevado
mis lentejas del alfeizar de la ventana de la cocina ,y con ellas la ilusión de ver
brotar esta primavera rota. Ahora vuelan en los algodones del envase de yogur
hacia otras geografías. Así que hoy el sur sopla más triste que de costumbre.
Habían empezado a abrirse en su mitad las lentejas y, de allí, de un diminuto
corazón amarillento, surgían ya unos hilos tímidos y frágiles.
Mientras tomo el café
asomada a la ventana pienso que el secuestro de mis brotes verdes es un funesto
pronóstico en este domingo de ramos. Y que así, enhebrando circunstancias, me
parece un acto más de la tragedia, de la épica bíblica de esta penitencia.
Otros vecinos se asoman
a tender la colada, nos saludamos con menos locuacidad que de ordinario. Se van
a pagando las conversaciones y el ánimo después de veintitrés días de confinamiento.
Anoche nos dijeron que no saldremos de casa hasta final de abril, un horizonte
muy lejano.
Veo un trozo de cielo azul desde mi cocina y se me pone un nudo en
la garganta. Marichelo, la del sexto izquierda, discute con el marido mientras
tiende la ropa. Todos nos enteramos de que Paco no se ducha desde el jueves,
mientras a él se le escucha quejarse con voz débil desde la profundidad de la
habitación. No creo que este hombre pueda sobrevivir a un encierro con
Marichelo, que es pura dinamita.
El hijo de Clotilde
también es de perfil pusilánime. Pero se escapa todas las noches de casa. Le veo
perderse en dirección a la bahía a paso rápido. A veces la madre le reclama por
la ventana y los vecinos nos arrimamos a las cortinas, alarmados por las voces.
Él nunca mira atrás. Ahora, tampoco. Aunque Matilde le está reprochando que ha colgado
del revés los pantalones.
Hoy es domingo y las
campanas de la Catedral llaman al ángelus. Me siento aliviada de estar sola, de
no tener que compartir espacio. Aprovechando el aire cálido yo también he hecho
una generosa colada, así que paso el día en la trinchera sur de la casa.
Cuando oscureció, las
ventanas aún seguían abiertas. Sonaba alguna canción en la radio, se oía el murmullo
de conversaciones, algunas risas. Paco no quería cenar. El hijo de Matilde
fumaba en la ventana. La señora de enfrente habla por teléfono en un idioma que desconocemos, locuaz y gritona. Huele a tortilla. Se
oye crepitar algunas sartenes, chocar los tenedores contra los platos. El sur
todavía sopla su aliento cálido. Me entran ganas de fumar un cigarrillo.
“Estimados convecinos,
ciudadanos todos”, brama una voz desde las sombras. Repentinamente, las conversaciones
se disuelven en murmullos, algunos vecinos se asoman, otros cierran las ventanas.
Yo arrimo una silla para no perder detalle de esta noche de sur.
En mi patio vive un hombre
que echa discursos por la ventana con impetuosa y vibrante oratoria. Se asoma
de noche, sobre las diez, se cuadra firme con aire marcial, carraspea e inicia
la perorata. Nunca he sabido que precipita el torrente verbal, si el influjo
del telediario o de la barra del bar. Las alocuciones, de encendido verbo
épico, siempre alumbran perspectivas políticas enérgicas y singulares.
“Esto del coravirus es una nueva tecnología de
judíos y talibanes para castigar a nuestro pueblo”, empieza con
prometedor arranque. Dos niños aplauden con regocijo. Alguien grita “Cállate,
pesado”. “Son cianuros que tiran desde los
aviones. Os dicen que se contagian de cuerpo a cuerpo. Os engañan, está en el
aire…”, prosigue. Los niños se asustan y cierran de golpe la ventana.
Después de largos
minutos de esperpéntica retórica, llega el final y algunos aplaudimos con condescendiente cortesía.
“Métete para casa, Ramón”, dice una voz de mujer.
“Don Ramón, Carmina, don Ramón”, reconviene el orador mientras
recoge aplausos con los brazos en alto.
Empiezan a caer gotas. Retumba
el eco de un trueno. Cae el telón de las persianas y el patio queda mudo.