Hoy dos niños lanzaban aviones de papel desde una ventana del edificio
amarillo. Como sopla un viento enérgico hacen piruetas en el aire, desbocados.
Cuando parece que van a rozar el suelo se elevan de repente salvando el abismo.
Otros, se dejan llevar en un vaivén errático hasta que una ráfaga estrella su
viaje sobre el horizonte gris de asfalto. Los pájaros desafían las corrientes y
siguen su rumbo con las alas despeinadas esquivando los frágiles ingenios de
papel.
Cuando se acaban, los chiquillos empiezan a fabricar más, doblan con
paciencia más hojas hasta afilarlas en una punta que colorean con rotulador.
Cuando ya tienen preparado un nuevo escuadrón un niño los va bautizando con un
beso y el otro les lanza al vuelo con destino a los balcones del edificio de
enfrente. No les desalientan los fracasos. La mayoría de ellos, una vez libres,
desobedecen los deseos de los chiquillos y alteran su ruta. Algunos después de
varias piruetas caen derrotados en la acera. A otros el aliento del viento frío
les empuja a un viaje largo, desconocido.
Hay uno enredado en las ramas de un árbol. Otro se lanzó en picado
contra un señor que pasaba por la calle y que se lió a manotazos con él
mientras los chicos reían desde la ventana. Al ir a precipitarse contra el
suelo un avión de alas amarillas se posó sobre el techo de un coche azul y se
perdió en la carretera. Unos pocos han llegado a su destino, pero los dueños de
los balcones todavía no han salido a recogerlos. En la acera hay una fila
alegre de pajaritos de papel que desde mi ventana parece un jardín de flores
blancas. Dos yacen en la cuneta, ahogados en un charco que dejó la lluvia
anoche.
Me acuerdo de mis sobrinos, los mellizos. Construyen tantos aviones de
papel que por su cumpleaños les regalaron un paquete de folios de colores que
celebraron con apoteósico entusiasmo. Los guardan en sacos grandes en el
garaje, aunque en realidad aparecen en todos los rincones de la casa, porque
también hacen vuelos interiores.
El viento ha limpiado el cielo de nubes y sopla con fuerza agitando los
toldos de rayas azules y verdes, revolviendo cortinas y enredando mi pelo.
Silba por debajo de las puertas, hace temblar las ventanas. Los niños han
preparado más aviones y esta vez los lanzan en estampida. El cielo se llena de
pequeñas mariposas blancas. Un hombre mira hacia arriba y sobre el llueven
algunos pájaros de papel. Levanta las manos para intentar atraparlos pero
cuando roza alguno con la punta de los dedos se escurren ligeros, pícaros,
juguetones.
Si fuesen más pesados podría atraparlos, porque el viento no conseguiría
vencerles. Una piedra, aunque fuese pequeña se precipitaría sobre él como una
losa, le haría daño. Pero los aviones de papel son libres porque son ligeros,
porque viajan sin maletas.
Sabina transitaba por esa calle de la melancolía
que son todos los portales que hemos habitado, los sueños rotos que
frecuentamos, los veranos enhebrados en la memoria de nuestras emociones.
Aquellos de nuestra niñez persisten con más intensidad. Todos tenemos dos vidas
-escribió Pessoa- la verdadera es esa que soñamos en la infancia y que, de
mayores, seguimos soñando entre niebla.
Se puede volver al lugar donde se ha sido tan
feliz, pero no se puede regresar a ese tiempo de cerezas y margaritas, de
candor e ímpetu, de apetitos y promesas. Habitaremos la misma casa,
respiraremos los mismos aromas. Pero ya no sentiremos lo mismo, porque ahora
somos otros.
Miro las piruetas de papel y pienso en la prórroga de esta primavera, en
este instante detenido. Veo volar un pájaro y en sus alas de papel leo un verso
de Cernuda, la vida se vive en tiempo.
Y pienso que hasta ahora he estado ciega porque no veía volar aviones de papel
que sueñan con alcanzar las nubes. Miraba a mí alrededor y solo veía casas,
coches, personas sin nombre. Y a veces aeropuertos de donde nunca salen aviones
a destinos que solo existen en mi imaginación.
En este tiempo detenido parece que, desde las ventanas, toda la ciudad
mira pasar los trenes. No solo los que únicamente fueron patrimonio de nuestros
delirios, como el AVE o el metrotús. Que lejos e insignificantes son ahora, que
pequeño todo aquello que antes hacíamos parecer principal en nuestras
conversaciones y debates.
Sigo mirando aviones de papel que vuelan como cometas sin cuerda. Han
llamado a los niños a merendar y se apresuran a lanzar los últimos. Uno de
ellos ha chocado contra el mirador de las
Ruten. Cuánto más se eleva algo en al aire, más pequeño nos parece a los
que estamos en el suelo. Me esfuerzo en seguir con la mirada el camino hacia el
infinito que va haciendo más diminuto el avión cuando más grande es el cielo.
Hoy el patio y los vecinos están silenciosos a la hora de la cena.
Marichelo no ha abierto las ventanas. Es la señal que de no ha vuelto Paco.
Rebeca y el platas compartieron
anoche media hora de azotea. Ella me escribió al bajar. Dice que no pasó nada,
que no pronunciaron ni una palabra y que, sin embargo, esa proximidad en el
silencio -sin saber qué es el uno para el otro- fue algo perturbador. Ha puesto
un disco antiguo de Loquillo y se ha tumbado en la cama a soñar.
Cuando he ido a acostarme he visto que hay un avión de papel el alfeizar
de mi ventana. Está herido y le tiemblan las alas como si en cualquier suspiro
fuese nuevamente a echarse a volar, temo que el viento se le lleve de un soplo.
Alargo las manos despacio y lo recojo como a un pájaro sin nido. Leo en sus
alas una caligrafía infantil “Gracias por
los sobaos, Petrita”. El cartero se ha equivocado y entonces le lanzo al
vuelo para que pueda llegar a su destino.
Es de noche y vigilo la silueta de la luna por si aparece la sombra de
Peter Pan. Quiero cerrar los ojos y volar en un pájaro de papel hacia el exilio
del país de Nunca Jamás, al Macondo sin plusvalías, ni desahucios, ni
privatizaciones. Solo los alegres y los inocentes pueden volar hasta allí.
Ligeros, sin maletas, como pájaros de papel. Cerrar los ojos, girar en la
segunda estrella a la derecha y volar hasta el amanecer.