Lunes. Primer día de la semana, último de Pascua y trigésimo primero de confinamiento.
Lo repito mentalmente como una letanía, como oración de fortaleza espiritual,
mientras tomo el desayuno frente a los cristales empañados de lluvia del salón.
Me he despertado demasiado pronto y temo que el día, que ha acabado azul, se
haga eterno. El mantel blanco, la bandeja de porcelana de la mantequilla, la
taza con dibujos de espigas de lavanda, las rebanadas de pan. Sin pretenderlo,
todo está perfectamente dispuesto sobre la mesa y me apena estropear el inmaculado
bodegón con platos vacíos, migas y la servilleta mancillada.
Leo los periódicos. En la portada de uno de ellos he contado once veces
la misma palabra: consejos para protegerse del coronavirus, recetas en tiempos
de coronavirus, mascarillas contra el coranavirus, prostitución y coronavirus, coronavirus
y cambio climático, cine y lecturas para superar el coronavirus... El término se
declina con cualquier preposición: ante, bajo, cabe, con, contra… Veo con cierta
estupefacción que hasta la Unión Europea ha pergeñado un presunto antídoto –exclusivamente
económico, por supuesto- bautizado como ‘coronabonos’; aunque de momento solo
tiene eso: el nombre. Que dicho sea de paso, suena a broma. Como la ausente
consistencia ética de su predicado.
Ahora que tengo tiempo para disfrutar periódicos, cada vez la lectura es
más breve. Todo aparece inevitablemente contagiado por la maldición y resulta desasosegante
digerir reproches, bulos, narcisos políticos y hasta empalagosos chorros de
almíbar. En el escaparate de las redes sociales dicen que nadie está a la
altura. Twitter, por supuesto, tampoco. Así que toda esa hostilidad inútil, los
mesías de sofá, los lugares comunes en donde naufragan los discursos, quienes se retratan leyendo libros, los que vocean y gruñen, meros espectadores del
partido.
Todo ese barullo es un desaliento que me empuja a habitar en la derrota
de un exilio interior. Donde no cabe la impaciencia, ni la prisa. Lo único que
me preocupa es que no me dé tiempo a terminar la cura de soledad y silencio que
cicatriza mis derrotas.
Extrañamente, miro las noticias de refilón. Pero al abrir la ventana salta
la vida, aparece lo real. Ayer desapareció Paco, Tea y su marido siguen
enfermos. Purita sigue yendo a trabajar y su madre, Pura, lava a mano sus
mascarillas y las cuelga a secar en el tendal. Esta mañana, a las seis y media,
oí desde la cama las voces de Conchita y Pepe. Tampoco han dormido bien. Él fuma
en la ventana y ella le pregunta si ya le han avisado para ir a trabajar
mañana. “No van a llamar, Conchita, hazte
a la idea”, le responde. Luego se hace el silencio y yo siento remordimiento
por estar disfrutando este retiro.
Es una sensación idéntica a otra, cuyo recuerdo me provoca una infinita
congoja. A veces cuando conseguía al fin distraerme me sentía culpable por pasármelo
bien. Me acordaba de ella y regresaba con más furia la tristeza. Un día después
de meses llorando al pasar la aspiradora, al abrir las cartas, al pelar la
fruta; sentada delante del ordenador, sobre las palabras que no podía escribir,
una tarde sonó una canción y yo la canté. Y me puse a bailar. Ese relámpago de
alegría me hizo sentir tan mal que me castigué toda la noche en lágrimas.
Estoy aquí, desayunando tan pronto, porque me invade una sensación de parecido desasosiego, de cierto remordimiento.
Decido que el exceso de reflexión quizá no haya sido la mejor conducta. Tengo
ganas de hacer algo con las manos. La gente cocina, hacer manualidades, canciones,
poemas. Y yo solo practico un constante elogio de mi inutilidad.
Leo que nos están repartiendo mascarillas y medito la posibilidad de
bajar al buzón a ver si me han llegado. En 31 días de confinamiento solo he salido
en tres ocasiones, pero solo hasta el portal a recoger los víveres que me trae Telepollo, la eficaz red de
abastecimiento semanal de las hermanas Agüero. Los lunes hago la lista. Busco recetas
y luego apunto los ingredientes que Bego recluta, con infinita paciencia, por
las estanterías de los supermercados. Yo no he cocinado en mi vida tanto como
este último mes. Eso sí, los resultados son discretos.
Mi retiro es rotundo, absoluto. Pero estas cuatro semanas se han
esfumado muy rápido. He renunciado al turno de azotea. Reconozco que me causa
un poco de inquietud coincidir con otros vecinos en la escalera, tocar el pomo
y la llave. Algunos se han sorprendido porque no conciben mi capacidad de
resistencia en interior y en soledad. A veces, a mí también me causa extrañeza.
Pero luego me acuerdo que, de crías, mi amiga Paloma tuvo hepatitis y pasó en
casa tres meses; y Violeta se rompió la pierna y estuvo cinco semanas inmóvil en
su habitación. Claro que, antes, estar en casa era normal. Tampoco íbamos nunca
a ninguna parte. Ahora hay que estrenar todos los restaurantes, coger todos los
vuelos de Ryanair.
Como conclusión a estas meditaciones he decidido hacer una mascarilla
para Purita, para comprobar si soy capaz de ejecutar alguna manualidad. Me he subido
a la escalera para sacar la caja de las telas del altillo de la habitación de
Pili. Ha sido como abrir una caja de fotografías. A través de los retales he ido
recordando los vestidos que le cosía Ángela a mamá y evocando cuándo los había
estrenado. Me he decidido por un crepé esmeralda. He recortado un rectángulo a
una carpeta de plástico. Después he buscado cinta elástica en el costurero.
Hasta me he puesto un dedal.
Me ha llevado bastante tiempo componer los pliegues de la mascarilla. Al
final el zurcido resulta bastante irregular, y creo que una goma está un poco
más arriba que la otra. Aunque no me la he querido probar, para no contaminarla
con mi respiración, temo que resulte demasiado grande para el rostro delgado de
Purita.
Ya tengo pensado cómo hacérsela llegar. Esta noche, a la hora de la cena
la llamaré por la ventana del patio, meteré la mascarilla en una bolsa que
colgaré en el palo de la escoba. Y, así, de ventana a ventana, podré entregarle
el presente.
Como me sobra tiempo he hecho un bizcocho. Hornear es algo que me parece
entrañable, mucho más que comerme el resultado. No sé. Es como oler alegría.
Mientras tanto me ha llamado por teléfono Petrita para anunciarme más
sobaos. Me cuenta, además, que los vecinos sospechan que la desaparición de Paco
no es tan misteriosa. Se rumorea que su mujer sabe dónde está, que la ha
abandonado. No me extrañaría, habida cuenta de que anoche Marichelo ya no parecía
tan acongojada, sino enfadada. En cierta manera, me alegro de que Paco haya
dado el primer paso de su ceremonia de salvación. Alguien, en este extraño
encierro, ha encontrado aliento para enderezar su vida.
Oigo el ascensor. Llega Purita. Ahora pienso que quizá acaba de recoger
las mascarillas oficiales del buzón y me parece ridícula la mía. Que lo es,
con rotunda sinceridad. En esas otras, un dedo apunta hacia arriba y tienen
rotulada una leyenda: “Todo va a salir
bien”. Cuánto daño ha hecho Mister Wonderful.
Aunque los desobedientes e inconformistas siempre pueden ponérsela al revés, con
el pulgar hacia abajo. Eso sí que las convierte en símbolo.