El miércoles amaneció alegre pero los nubarrones fueron perturbando el
día, en paralelo a mi propio humor. Parece que la naturaleza ha ido leyendo en
mi pentagrama interior la melodía que iba soplando el viento. Cálido y seco, al
despertar, agitado y furioso después. En la sobremesa el cielo ya era un
desafío turbio color hielo.
Lo primero que hago al abrir la ventana es mirar hacia arriba y luego
voy bajando los ojos para ver cómo se despiertan los balcones.
El cielo era tan azul y la brisa tan amable que antes de sentarme en el
despacho a trabajar me puse un disco y limpié toda la casa. Después he decidido
sacudir una pequeña alfombra por la ventana del patio, me hubiese encantado
tener una raqueta de mimbre para azotarla. Me gustan, como las cucharillas con
mango largo y los timbres de las recepciones de los hoteles de película.
El patio comparte alegría con este cielo azul. Tea ha subido la persiana
del cuarto de la plancha y ha tendido una lavadora de sábanas, que ondean como una
bandera blanca. El virus se ha rendido.
Se ha acabado el luto en el tercero derecha. Pepe fuma en la mesa de la cocina y
el niño aprieta el lápiz contra la caligrafía. La ventana de Marichelo sigue
cerrada. Emilio carraspea mientras sacude el mantel y se oye ladrar a Dandy en el octavo.
Mi vecino Damián el platas empieza
a silbar una canción que se nos va metiendo a todos dentro. María tararea el
estribillo mientras lava los platos. El niño se asoma y empieza a seguir el
ritmo con las palmas. La melodía contagia de alegría el patio. Yo dirijo la
orquesta desde el secreto pedestal de mi cocina. Veo a Rebeca moviendo los
brazos en alto al compás. Se oye canturrear a don Ramón.
Al despedirme del recreo, al llegar al despacho, ha estallado una tormenta.
En la portada de un periódico hay una fotografía de un hombre muerto. De un
cadáver sin nombre, dice al pie. Pero no está metido en su ataúd. Está en su
cama, que es un colchón con sábanas azules tirado en el suelo de una habitación
rota. Tiene un chándal puesto, la chaqueta remangada deja a la vista parte de
su cuerpo. Le han borrado el rostro, como si eso pudiese aliviar la infamia
cuando está desnudo en este mayúsculo escaparate. La casa mísera, el colchón
sin cama, las puertas viejas y las paredes envueltas en papel antiguo. En la
cabecera hay un carrillón de viento, que ayer fue amuleto de mala suerte. La
pobreza es tremenda, hasta después de muerto te puede robar la dignidad.
Durante estos días he estado a punto de creerme el cuento de que esta
peste no discrimina. Pero nadie hubiese retratado así al marqués, aún caliente,
con las ventosas de los electrodos todavía pegados al cuerpo. La madre del
director del periódico, el tío del propio fotógrafo. Jamás hubiesen desnudado
así a las personas que quieren. Sigue habiendo vagones de primera, que llegan a
hospitales privados. Quién sabe si incluso con ventiladores a estrenar. Mascarillas
de tercera para muchos trabajadores, porque las buenas son escasas y muy caras.
Cuánto más me enfado, más nubes oscurecen el cielo. Vamos a salir siendo
mejores personas, nos repiten. Me temo que las buenas personas seguirán siendo
las mismas, las que ya lo eran. Como mi amiga Ana, voluntaria en primera línea
de combate del coronavirus. Como Purita, al pie del cañón detrás del mostrador.
Las Pérez y Petrita, siempre generosas y alegres.
Resulta difícil de creer que al resto les
vaya a redimir la peste. Especialmente cuando pueden lucrarse de ella. La
fotografía de hoy es una detestable derrota moral. Pero en cuanto empezó esto ya
dimos sobradas muestras de degeneración ética. Las subastas de material al
mejor postor, no al más necesitado. Los camiones que se daban la vuelta,
sobornados por más dinero. La libertad del mercado, privilegio de algunos. No derecho
de todos. Piratas
turcos que interceptan cargamentos sanitarios, que les cierran el paso como
primero hicieron con las avalanchas de inmigrantes. Vecinos que agitan antorchas
contra sus propios vecinos. Perímetros que se estrechan en la miseria del felpudo
de las Ruten. Que ahora son Ruten al cuadrado.
En realidad, supongo que la
adversidad desnuda lo que somos, y hace brotar con más intensidad y furia lo
que habita en nosotros. La luz y la sombra.
La verdad es que el mantra de almanaque que nos están vendiendo literalmente
dice que esta experiencia nos hará “mejores”, no “buenos”. Esa identificación
la he dado yo por sentada. Ahora entiendo que, seguramente, es un error. Porque
la bondad que camina enhebrada a la ética, no se reivindica lo suficiente. Se
desprecia tanto que se ha hecho de la palabra un insulto: el buenismo.
Hay algo que me ha hecho pensar mucho estos días. Cuando se sugirió que
las comunidades acogiesen a pacientes de otras regiones, con hospitales saturados,
todos nos pusimos a silbar. Como Damián el
platas. Ninguno hemos ofrecido una cama. Ha caído la proclama de 'los españoles primero'. Ahora, por delante, pasa el segundo apellidos: somos
cántabros, madrileños o vascos. Cómo aprietan las fronteras cuando el miedo llama
a la puerta. ‘Al diente de la serpiente,
cierra la muralla’, cantaba mi patio esta mañana.