miércoles, 15 de abril de 2020

DÍA 31: La infamia



El miércoles amaneció alegre pero los nubarrones fueron perturbando el día, en paralelo a mi propio humor. Parece que la naturaleza ha ido leyendo en mi pentagrama interior la melodía que iba soplando el viento. Cálido y seco, al despertar, agitado y furioso después. En la sobremesa el cielo ya era un desafío turbio color hielo.
Lo primero que hago al abrir la ventana es mirar hacia arriba y luego voy bajando los ojos para ver cómo se despiertan los balcones.
El cielo era tan azul y la brisa tan amable que antes de sentarme en el despacho a trabajar me puse un disco y limpié toda la casa. Después he decidido sacudir una pequeña alfombra por la ventana del patio, me hubiese encantado tener una raqueta de mimbre para azotarla. Me gustan, como las cucharillas con mango largo y los timbres de las recepciones de los hoteles de película.

El patio comparte alegría con este cielo azul. Tea ha subido la persiana del cuarto de la plancha y ha tendido una lavadora de sábanas, que ondean como una bandera  blanca. El virus se ha rendido. Se ha acabado el luto en el tercero derecha. Pepe fuma en la mesa de la cocina y el niño aprieta el lápiz contra la caligrafía. La ventana de Marichelo sigue cerrada. Emilio carraspea mientras sacude el mantel y se oye ladrar a Dandy en el octavo.
Mi vecino Damián el platas empieza a silbar una canción que se nos va metiendo a todos dentro. María tararea el estribillo mientras lava los platos. El niño se asoma y empieza a seguir el ritmo con las palmas. La melodía contagia de alegría el patio. Yo dirijo la orquesta desde el secreto pedestal de mi cocina. Veo a Rebeca moviendo los brazos en alto al compás. Se oye canturrear a don Ramón.

Al despedirme del recreo, al llegar al despacho, ha estallado una tormenta. En la portada de un periódico hay una fotografía de un hombre muerto. De un cadáver sin nombre, dice al pie. Pero no está metido en su ataúd. Está en su cama, que es un colchón con sábanas azules tirado en el suelo de una habitación rota. Tiene un chándal puesto, la chaqueta remangada deja a la vista parte de su cuerpo. Le han borrado el rostro, como si eso pudiese aliviar la infamia cuando está desnudo en este mayúsculo escaparate. La casa mísera, el colchón sin cama, las puertas viejas y las paredes envueltas en papel antiguo. En la cabecera hay un carrillón de viento, que ayer fue amuleto de mala suerte. La pobreza es tremenda, hasta después de muerto te puede robar la dignidad.
Durante estos días he estado a punto de creerme el cuento de que esta peste no discrimina. Pero nadie hubiese retratado así al marqués, aún caliente, con las ventosas de los electrodos todavía pegados al cuerpo. La madre del director del periódico, el tío del propio fotógrafo. Jamás hubiesen desnudado así a las personas que quieren. Sigue habiendo vagones de primera, que llegan a hospitales privados. Quién sabe si incluso con ventiladores a estrenar. Mascarillas de tercera para muchos trabajadores, porque las buenas son escasas y muy caras.

Cuánto más me enfado, más nubes oscurecen el cielo. Vamos a salir siendo mejores personas, nos repiten. Me temo que las buenas personas seguirán siendo las mismas, las que ya lo eran. Como mi amiga Ana, voluntaria en primera línea de combate del coronavirus. Como Purita, al pie del cañón detrás del mostrador. Las Pérez y Petrita, siempre generosas y alegres.
Resulta difícil de creer que al resto les vaya a redimir la peste. Especialmente cuando pueden lucrarse de ella. La fotografía de hoy es una detestable derrota moral. Pero en cuanto empezó esto ya dimos sobradas muestras de degeneración ética. Las subastas de material al mejor postor, no al más necesitado. Los camiones que se daban la vuelta, sobornados por más dinero. La libertad del mercado, privilegio de algunos. No derecho de todos. Piratas turcos que interceptan cargamentos sanitarios, que les cierran el paso como primero hicieron con las avalanchas de inmigrantes. Vecinos que agitan antorchas contra sus propios vecinos. Perímetros que se estrechan en la miseria del felpudo de las Ruten. Que ahora son Ruten al cuadrado. 
En realidad, supongo que la adversidad desnuda lo que somos, y hace brotar con más intensidad y furia lo que habita en nosotros. La luz y la sombra.

La verdad es que el mantra de almanaque que nos están vendiendo literalmente dice que esta experiencia nos hará “mejores”, no “buenos”. Esa identificación la he dado yo por sentada. Ahora entiendo que, seguramente, es un error. Porque la bondad que camina enhebrada a la ética, no se reivindica lo suficiente. Se desprecia tanto que se ha hecho de la palabra un insulto: el buenismo.

Hay algo que me ha hecho pensar mucho estos días. Cuando se sugirió que las comunidades acogiesen a pacientes de otras regiones, con hospitales saturados, todos nos pusimos a silbar. Como Damián el platas. Ninguno hemos ofrecido una cama. Ha caído la proclama de 'los españoles primero'. Ahora, por delante, pasa el segundo apellidos: somos cántabros, madrileños o vascos. Cómo aprietan las fronteras cuando el miedo llama a la puerta. ‘Al diente de la serpiente, cierra la muralla’, cantaba mi patio esta mañana.