Se marchó el sur y
llegó la lluvia. Ya no hay recreo. Todo amanece nuevamente envuelto en el
acostumbrado velo brumoso. Aceras grises, fachadas tristes, cielo ceniza. Los
tendales están huérfanos y el patio frío. Desayuno deprisa y me voy a trabajar
al despacho, en zapatillas. He conseguido que el lunes conserve su nombre. Hoy,
además, ha sido un día intenso y me doy cuenta de que no he parado de hablar sin
despegar los labios. Me gusta el tacto de los dedos sobre el teclado, la
agilidad con la que resbalan, ciegos, mientras miro la pantalla. Me fascina
desde pequeña. Cuando tenía once años mi abuela Julia me regaló una máquina de
escribir que se convirtió en mi mayor recreo. De aquella fascinación podían
haber surgido dos vocaciones: mecanógrafa o escritora. Supongo que ya estaba decidido, porque los
escépticos no soportamos los dictados. Mi madre decía que yo era capaz de improvisar
cualquier partitura con tal de seguir tocando, un rato más, el teclado de la Olivetti.
Creo que estos días de plácido retiro han resucitado ese afán.
La lluvia multiplica el
lunes y lo hace menos amable. Hago un descanso y me tomo el café mientras miro
por la ventana. Nunca me había fijado tanto en las siluetas de los edificios,
en los portales, en los tonos de las persianas. Empiezo a identificar a algunas
personas que seguramente llevan años viviendo aquí. No nos conocíamos.
Hoy las ventanas están cerradas. La calle silenciosa. Las golondrinas ya no se acercan al balcón de la
primavera que este año, contagiada de este estado de malestar, parece haber
renunciado a brotar prolongando la esperanza del verano.
Hay
algo de nuestro propio frío en este invierno infinito que ha velado la
acostumbrada aunque fugaz primavera del norte, mimetizado con una realidad gris
que prolonga sus tinieblas sobre un calendario de incertidumbre. Como si este
año el sol no se atreviese a iluminar el desencanto.
La lluvia empapa nuestro desánimo, las gotas de agua estallan contra el
suelo en melancólico compás, en un constante rezumar de tristeza. Ya no hay
recreos. Y este lunes al sol está pasado por agua.
Hacía tiempo que no me
regalaba una tarde para mí y me he tomado libre la de hoy para mejorar mi humor
haciendo algo que me gusta, que es releer fragmentos. Acostumbro a señalar en
los libros, con trozos de papel, los párrafos que me gustan y, a veces, me
entretengo abriendo con calculado azar mis páginas preferidas y disfrutando de
un peculiar puzzle literario haciendo
repaso de esas pequeñas fracciones escogidas.
Casi todos los libros tienen su propia historia. Algunos los hemos escogido nosotros, otros
nos eligieron ellos. Antes, siempre nos regalábamos libros. Tal vez porque uno
expresa lo que siente por el otro en el título que elige, en las palabras que
contiene. Y tú recibes el libro y lees sus páginas tratando de descifrar pálpitos,
mensajes escondidos, deleitándote en la lectura de palabras que ya han sido
recorridas por la mirada del otro. Los libros además de palabras custodian
emociones, recuerdos, aromas. Me gusta ir evocando en qué momento leí ese libro,
donde estaba, cómo me sentía. Los recuerdos se alimentan de papel. Hay flores
que duermen entre las páginas. Y también caligrafías sentimentales y promesas
rotas escritas con lápiz.
Esta tarde he abierto algunos libros y han llenado el
salón de fotografías. De ausencias, miradas, naufragios y besos. De heridas y pájaros.