lunes, 6 de abril de 2020

DÍA 22: Viajes de papel


Se marchó el sur y llegó la lluvia. Ya no hay recreo. Todo amanece nuevamente envuelto en el acostumbrado velo brumoso. Aceras grises, fachadas tristes, cielo ceniza. Los tendales están huérfanos y el patio frío. Desayuno deprisa y me voy a trabajar al despacho, en zapatillas. He conseguido que el lunes conserve su nombre. Hoy, además, ha sido un día intenso y me doy cuenta de que no he parado de hablar sin despegar los labios. Me gusta el tacto de los dedos sobre el teclado, la agilidad con la que resbalan, ciegos, mientras miro la pantalla. Me fascina desde pequeña. Cuando tenía once años mi abuela Julia me regaló una máquina de escribir que se convirtió en mi mayor recreo. De aquella fascinación podían haber surgido dos vocaciones: mecanógrafa o escritora.  Supongo que ya estaba decidido, porque los escépticos no soportamos los dictados. Mi madre decía que yo era capaz de improvisar cualquier partitura con tal de seguir tocando, un rato más, el teclado de la Olivetti. Creo que estos días de plácido retiro han resucitado ese afán.

La lluvia multiplica el lunes y lo hace menos amable. Hago un descanso y me tomo el café mientras miro por la ventana. Nunca me había fijado tanto en las siluetas de los edificios, en los portales, en los tonos de las persianas. Empiezo a identificar a algunas personas que seguramente llevan años viviendo aquí. No nos conocíamos. 

Hoy las ventanas están cerradas. La calle silenciosa. Las golondrinas ya no se acercan al balcón de la primavera que este año, contagiada de este estado de malestar, parece haber renunciado a brotar prolongando la esperanza del verano.
Hay algo de nuestro propio frío en este invierno infinito que ha velado la acostumbrada aunque fugaz primavera del norte, mimetizado con una realidad gris que prolonga sus tinieblas sobre un calendario de incertidumbre. Como si este año el sol no se atreviese a iluminar el desencanto.
La lluvia empapa nuestro desánimo, las gotas de agua estallan contra el suelo en melancólico compás, en un constante rezumar de tristeza. Ya no hay recreos. Y este lunes al sol está pasado por agua.


Hacía tiempo que no me regalaba una tarde para mí y me he tomado libre la de hoy para mejorar mi humor haciendo algo que me gusta, que es releer fragmentos. Acostumbro a señalar en los libros, con trozos de papel, los párrafos que me gustan y, a veces, me entretengo abriendo con calculado azar mis páginas preferidas y disfrutando de un peculiar puzzle literario haciendo repaso de esas pequeñas fracciones escogidas.

Casi todos los libros tienen su propia historia. Algunos los hemos escogido nosotros, otros nos eligieron ellos. Antes, siempre nos regalábamos libros. Tal vez porque uno expresa lo que siente por el otro en el título que elige, en las palabras que contiene. Y tú recibes el libro y lees sus páginas tratando de descifrar pálpitos, mensajes escondidos, deleitándote en la lectura de palabras que ya han sido recorridas por la mirada del otro. Los libros además de palabras custodian emociones, recuerdos, aromas. Me gusta ir evocando en qué momento leí ese libro, donde estaba, cómo me sentía. Los recuerdos se alimentan de papel. Hay flores que duermen entre las páginas. Y también caligrafías sentimentales y promesas rotas escritas con lápiz. 
Esta tarde he abierto algunos libros y han llenado el salón de fotografías. De ausencias, miradas, naufragios y besos. De heridas y pájaros.