A la hora del ángelus mi vecina Petrita se asomó al mirador y empezó a
dar palmas. Se despertaron persianas y cortinas. Se llenaron las ventanas. Nos
asomamos deprisa, temiendo que se tratase de una llamada de auxilio, pero al
verla aplaudir con entusiasmado alborozo al ritmo de las doce campanadas de
mediodía nos quedamos quietos, mudos de estupor. Nadie acertó a dar una
explicación de la escena. “¡Si no son las
ocho!”, protestó una niña rubia desde un balcón.
Ajena al desconcierto, Petrita
había dejado de dar palmas y nos saludaba con la mano. Algunos vecinos
empezaron a corresponderla. Ella respondió haciendo leves reverencias con la
cabeza, lanzando sonrisas y besos al aire con notable regocijo. Por un momento
me pareció que la reina de Inglaterra se había asomado al mirador de Petrita. Poco
a poco nos fuimos escondiendo y pronto quedó allí sola, de pie, detrás del
cristal.
De repente, me di cuenta de que ha forrado con papel celofán las
petunias del balcón. En la ventana de la sala, los geranios también están tan
protegidos como doscientos gramos de jamón york envasados al vacío. Me pregunto
si pensará que el coronavirus es una especie de pulgón que puede fulminar sus
plantas. Pero como no las facilite pronto un respirador no habrá remedio,
fallecerán por asfixia.
Petrita, que tanto fingir menos edad ya ha perdido la cuenta de los años
que tiene, me desveló el otro día el remedio contra el coronavirus, además de
las vitaminas de los sobaos. Cuando la gripe del 18, alguien les dijo a sus
hermanas mayores que era muy bueno tomar coñac. Así que antes de acostarse se
tomaban un generoso vaso de antídoto cada una. La primera noche, las muchachas se
marearon tanto que les costó llegar a la cama. A la segunda, invirtieron el
orden: primero se acostaron y después bebieron. Supongo que durmieron
estupendamente durante el tiempo que duró la fatal epidemia. Pero como su casa
fue la única de todo el pueblo en la que no entró la gripe, me faltan razones para
desmentir el milagro.
Sospecho que tal vez Petrita está tirando del mismo remedio para
exorcizar esta nueva pandemia. Quizá eso explique su conducta de hoy. Todo lo
que puedo decir es que la señora parece extraordinariamente alegre y, eso, en
este patio ceniciento de impacientes y quejosos, es toda una victoria.
Hoy es martes y la primavera vuelve a intentar vencer este invierno. Anoche
vi que habían llegado de Madrid las hermanas Pérez. Puntuales, aún en esta
excepción, a la costumbre de residir en
el norte entre abril y noviembre. Salieron al balcón a las ocho y nos saludaron
con efusivas muestras de júbilo. Me pregunto con mayúscula intriga cómo habrán
conseguido viajar hasta aquí. Nos explicaron, entre voces y gestos, que se han
tenido que hacer mascarillas con prendas viejas de algodón que “ya traen de
serie los dos agujeros para meterlos por las orejas”, contaban entre
carcajadas. Dicen, también, que los taxistas que las trajeron eran muy
simpáticos, que no paraban de reírse. Tuvieron que coger tres taxis, uno cada
una, en caravana hasta nuestra calle. “Es que era muy gracioso”, repetían
anoche.
Juani, Flori y Pepita, son casi centenarias, hablan atropelladamente las
tres a la vez. Locuaces, simpáticas, arrolladoras. Para nosotras -las Agüero-
siempre serán Flora, Fauna y Primavera. Hemos crecido convencidas de que son la fascinante
reencarnación de las hadas del cuento de la Bella Durmiente. La dulce hermana
mayor, la rechoncha pícara mediana y la ingenua pequeña.
De niñas, cada vez que las tropezábamos, mirábamos con enorme
expectación sus bolsos, profundos como los de Mary Poppins, a ver si
sobresalían las varitas. Las hermanas Pérez –descubrimos más tarde- irradian su
magia en dosis ilimitadas de alegría y bondad. Mejoran el humor de todo aquel
que las frecuenta. Eran amigas de mamá, compartían oraciones y canciones. Las cuatro
juntas derrochaban dulzura y candor. Cuando mi madre se apagó las tres hadas
buenas me dijeron que la seguían escribiendo mensajes de cariño al móvil. “Por si acaso la llegan”, dijo Flora. Me
desarmó de tal manera que todavía me pregunto cómo pueden seguir vivas en un
mundo tan hostil. Estoy convencida de que también tienen el extraordinario don
de disolver la maldad a su alrededor.