Hoy despierto en efervescencia. Ha sonado una canción de Quique González
y he bailado en pijama, con el pelo alborotado y un lápiz en la mano
recorriendo los rincones de mi geografía sentimental. Cada día que pasa las
paredes de esta casa se hacen más grandes, tras veintisiete días de
confinamiento la isla que empecé a explorar ha revelado la inmensa cartografía
de un continente propio. La expedición, intrépida, alumbra un excitante
suspense. Aunque el pasillo grande y la habitación del fondo aún permanecen
cerradas, ahora por debajo de la puerta penetra un hilo de luz.
Las horas pasan muy rápido y me voy a la cama atropellando planes para
el día siguiente. Ya no duermo, solo sueño. Cada pequeño detalle se convierte en
una excitante aventura, cada minúsculo pensamiento desencadena un vértigo de
emociones. Abro un cajón y llueve ternura, inquietud, ausencias y euforia.
Lo cotidiano resulta tan extraordinario que temo no querer salir. Me
pregunto cómo voy a poder recuperar mi vida anterior, donde ahora –desde aquí-
todo parece insignificante, veloz, examen y escaparate permanente. Dicen que
los naufragios se combaten así, ocupando los días para no pensar. Pero la
tempestad del ruido cotidiano no ha conseguido sofocar la desesperación, ni la
rabia, ni el desconsuelo. En cambio, este refugio de soledad y silencio es un
inesperado bálsamo. Ahora solo estoy yo. No hay nadie más dentro de esta
habitación. Todos están afuera. Yo solo miro, solo me asomo al teatro de
balcones y aleluyas. He visto a una de las Pérez sacudir el trapo del polvo.
Petrita, con inmaculado delantal blanco, limpia los cristales, y la chica
morena del moño ha sacado un brazo por la ventana, ha fruncido los labios y se
ha disparado una foto con el móvil.
Todo me hace palpitar. La piel es más frágil y se arruga y estremece con
cada recuerdo. El olor de una colonia me sube a un tren. Leo el comienzo de un cuento
en el vuelo de un pájaro. La vida pasa por delante de mi ventana y yo puedo
contemplar cómo fluye, como se sucede sin necesidad de que ocurra nada
extraordinario.
Nadie perturba este interior. El torrente de conversaciones y chistes
que saturaban el teléfono va siendo menos caudaloso. Cada vez menos llamadas
abren estas cerraduras.
Hay un cuento de Ana María Matute de un niño al que se le murió su amigo. Se marchó a caminar, pasó todo el día fuera de casa y cuando llegó por
la noche su madre notó que se le habían quedado cortos los pantalones. Las
tardes azules del patio de la infancia nos protegen de la vida. Ahora tengo la
ingenua sensación de habitar otro recreo en el que nadie puede hacerme daño. Y
un rato más tarde pienso todo lo contrario. Toda persona no vive más que por lo
que espera. La vida es tener siempre alguien a quien amar y algo que esperar.
Sospecho que hasta quienes nos
atrincheramos en la rutina anhelamos que algún día la vida nos sorprenda, que turbe
la emoción, que se agiten las horas.
Mientras
mi mirada se pierde desde la ventana en el infinito azul del cielo pienso que
algo así debió sentir Cortázar cuando, al fin, consiguió contemplar el rayo
verde. Cuando ante su paciente mirada, desde el atardecer de un acantilado en
Mallorca, estalló aquel anhelado efímero fulgor, aquel latigazo verde que
excepcionalmente despide al sol en ese último instante, cuando se oculta en el
horizonte de un mar tranquilo. El escritor, cautivado por aquel destello que
Julio Verne describe en su única novela de amor, esperó un atardecer tras otro.
Hasta que un día, al fin, también él se estremeció con esa singular luz.
Dice
Verne que dos personas que ven el rayo verde a la vez quedan automáticamente enhebradas
la una de la otra. Quizá por eso, sin pretenderlo, se nos prende la mirada del
atardecer, de ese viaje del sol hacia la otra cara del mundo, de ese lento y
cotidiano apagarse para renacer otra vez en luz.
Aunque,
tal vez, el hechizo del rayo verde sea simplemente la espera. Allí. Frente al
mar, con la mirada aferrada al horizonte. Esperando a ser vencidos por el rayo,
ese anhelo que, en esencia, es lo que nos mantiene vivos.
Desde
mi ventana se oye chirriar unas cadenas. A lo lejos, el viento mece un columpio
vacío del que ningún niño acaba de saltar.