miércoles, 8 de abril de 2020

DÍA 24: El rayo verde


Hoy despierto en efervescencia. Ha sonado una canción de Quique González y he bailado en pijama, con el pelo alborotado y un lápiz en la mano recorriendo los rincones de mi geografía sentimental. Cada día que pasa las paredes de esta casa se hacen más grandes, tras veintisiete días de confinamiento la isla que empecé a explorar ha revelado la inmensa cartografía de un continente propio. La expedición, intrépida, alumbra un excitante suspense. Aunque el pasillo grande y la habitación del fondo aún permanecen cerradas, ahora por debajo de la puerta penetra un hilo de luz.

Las horas pasan muy rápido y me voy a la cama atropellando planes para el día siguiente. Ya no duermo, solo sueño. Cada pequeño detalle se convierte en una excitante aventura, cada minúsculo pensamiento desencadena un vértigo de emociones. Abro un cajón y llueve ternura, inquietud, ausencias y euforia.   

Lo cotidiano resulta tan extraordinario que temo no querer salir. Me pregunto cómo voy a poder recuperar mi vida anterior, donde ahora –desde aquí- todo parece insignificante, veloz, examen y escaparate permanente. Dicen que los naufragios se combaten así, ocupando los días para no pensar. Pero la tempestad del ruido cotidiano no ha conseguido sofocar la desesperación, ni la rabia, ni el desconsuelo. En cambio, este refugio de soledad y silencio es un inesperado bálsamo. Ahora solo estoy yo. No hay nadie más dentro de esta habitación. Todos están afuera. Yo solo miro, solo me asomo al teatro de balcones y aleluyas. He visto a una de las Pérez sacudir el trapo del polvo. Petrita, con inmaculado delantal blanco, limpia los cristales, y la chica morena del moño ha sacado un brazo por la ventana, ha fruncido los labios y se ha disparado una foto con el móvil.

Todo me hace palpitar. La piel es más frágil y se arruga y estremece con cada recuerdo. El olor de una colonia me sube a un tren. Leo el comienzo de un cuento en el vuelo de un pájaro. La vida pasa por delante de mi ventana y yo puedo contemplar cómo fluye, como se sucede sin necesidad de que ocurra nada extraordinario.

Nadie perturba este interior. El torrente de conversaciones y chistes que saturaban el teléfono va siendo menos caudaloso. Cada vez menos llamadas abren estas cerraduras.
Hay un cuento de Ana María Matute de un niño al que se le murió su amigo. Se marchó a caminar, pasó todo el día fuera de casa y cuando llegó por la noche su madre notó que se le habían quedado cortos los pantalones. Las tardes azules del patio de la infancia nos protegen de la vida. Ahora tengo la ingenua sensación de habitar otro recreo en el que nadie puede hacerme daño. Y un rato más tarde pienso todo lo contrario. Toda persona no vive más que por lo que espera. La vida es tener siempre alguien a quien amar y algo que esperar. Sospecho que hasta quienes nos atrincheramos en la rutina anhelamos que algún día la vida nos sorprenda, que turbe la emoción, que se agiten las horas.

Mientras mi mirada se pierde desde la ventana en el infinito azul del cielo pienso que algo así debió sentir Cortázar cuando, al fin, consiguió contemplar el rayo verde. Cuando ante su paciente mirada, desde el atardecer de un acantilado en Mallorca, estalló aquel anhelado efímero fulgor, aquel latigazo verde que excepcionalmente despide al sol en ese último instante, cuando se oculta en el horizonte de un mar tranquilo. El escritor, cautivado por aquel destello que Julio Verne describe en su única novela de amor, esperó un atardecer tras otro. Hasta que un día, al fin, también él se estremeció con esa singular luz.
Dice Verne que dos personas que ven el rayo verde a la vez quedan automáticamente enhebradas la una de la otra. Quizá por eso, sin pretenderlo, se nos prende la mirada del atardecer, de ese viaje del sol hacia la otra cara del mundo, de ese lento y cotidiano apagarse para renacer otra vez en luz.
Aunque, tal vez, el hechizo del rayo verde sea simplemente la espera. Allí. Frente al mar, con la mirada aferrada al horizonte. Esperando a ser vencidos por el rayo, ese anhelo que, en esencia, es lo que nos mantiene vivos.

Desde mi ventana se oye chirriar unas cadenas. A lo lejos, el viento mece un columpio vacío del que ningún niño acaba de saltar.